English¿Quién no está contra la corrupción? Prácticamente todo el mundo critica la apropiación de fondos públicos por los funcionarios de los gobiernos y son innumerables los artículos, los estudios y las conversaciones cotidianas que condenan tales actos, que tanto daño moral y material hacen en todos los países. Pero la crítica moral, las exhortaciones para que cese este mal y se castigue a los culpables –totalmente necesarias- no tienen generalmente mucho efecto y derivan, casi siempre, en medidas que no poseen la menor capacidad real para combatirlo. Esto es así porque se apoyan en razonamientos equivocados, en falacias que, brevemente, mostraremos de seguido a los lectores.
Primera falacia: hay que crear leyes y reglamentos que controlen minuciosamente el gasto que se hace desde el gobierno. Nada más lógico, en apariencia, que este tipo de medidas, que apuntan a la transparencia en el manejo de los fondos públicos. Pero la experiencia muestra que la mayor parte de estos controles se convierten, en la práctica, en requisitos burocráticos que los corruptos saben eludir con soltura, mientras se impone una pesada carga de ineficiencia a los funcionarios honestos y se dificulta el avance de los asuntos públicos. El corrupto tiene a su disposición buenos abogados –puede pagarlos- y actúa de mala fe casi siempre con premeditación y consciencia de lo que hace. Los casos que se pueden procesar judicialmente son pocos, resultan difíciles de demostrar y recaen en funcionarios que han lucrado con los fondos de la Nación sin poner mucho cuidado con lo que hacen. No es con un exceso de leyes y de complicados reglamentos que se ha podido vencer o reducir la apropiación privada de los dineros públicos.
Segunda falacia: las fuertes penas disuaden a los potenciales corruptos de cometer actos ilícitos. El funcionario que se apropia del dinero de los demás confía ciegamente en que no será atrapado, con total impunidad por sus acciones. Poco le importa que, por los delitos que comete, la pena sea de 2 o de 40 años, pues sabe que una maraña de jueces, testigos, documentos amañados y argucias legales lo eximirá de cumplirla. El corrupto, hay que tenerlo siempre presente, posee dinero, mucho dinero, con el cual le es fácil moverse con agilidad en un sistema donde también hay muchos otros corruptos, cómplices potenciales o efectivos de sus actos delictivos.
Tercera falacia: nuestros países no progresan por causa de la corrupción. Ni la historia ni el análisis del gasto público confirman en absoluto esta afirmación. Una gran parte del dinero público es gastada imprudentemente -casi siempre con las mejores intenciones- y retarda más bien el desarrollo económico, pues con los altos impuestos que se cobran se reduce la inversión de los capitales que podrían generar empleos y riqueza. La mayor parte del dinero que recibe el gobierno es gastado en burocracia, en la realización de actos y eventos públicos que de poco sirven, en subsidios que crean privilegios pero no mejoran la calidad de vida, en programas sociales que se convierten en desaguaderos de inmensas sumas y no combaten ni la pobreza ni la desigualdad, pero sí alimentan las ambiciones políticas de altos funcionarios, y hasta en empresas públicas que prestan malos servicios y arrojan constantes pérdidas. Ante todo esto la corrupción es apenas una más de las causas del desbocado gasto estatal que existe en casi todos los países del mundo. No es combatiendo la corrupción que se logrará el desarrollo –pues muchos países han avanzado económicamente de modo notable a pesar de ser muy poco transparentes al respecto- sino alentando las inversiones, dando seguridad a todas las formas de propiedad privada, cobrando impuestos razonables y controlando el volumen y la orientación del gasto público.
¿Qué hacer entonces? La solución no es sencilla ni está al alcance de la mano, pero existen dos maneras bastante directas de controlar y reducir la corrupción: limitando la acción del estado a lo que es esencial y movilizando a la ciudadanía para imponer un control social sobre los corruptos. Lo primero, a nuestro juicio, es casi obvio: hay que reducir las oportunidades de acción de los corruptos simplificando reglamentos y trámites, eliminando los permisos discrecionales, evitando que pasen millones por las manos de toda clase de funcionarios.
Paraguay, en estos días, nos ha dado un magnífico ejemplo de cómo puede ejercerse el control social sobre los corruptos: restaurantes, cines y toda clase de comercios se han negado a atender a los senadores que protegieron a un colega acusado de un claro caso de corrupción. De este modo los paraguayos han mostrado a los funcionarios y políticos de alto rango –que al fin y al cabo son nuestros empleados- el repudio que sentimos cuando usan para su propio beneficio los recursos que, mediante nuestro trabajo, hemos aportado al gobierno a través de nuestros impuestos.