EnglishHace unos días, un muchacho de esos que salen a manifestar casi a diario en Venezuela, escribió sobre su camisa: “Si el precio de la libertad es la vida, ¡YO PAGO!” La frase, que no podría ser más explícita, es una muestra clara de la actitud, el pensamiento y la voluntad de quienes, ya desde hace casi dos meses, se arriesgan a manifestar contra el gobierno de Nicolás Maduro, el heredero designado de Chávez, que lleva ya un año en el poder después de haber ganado unas disputadas —y discutibles— elecciones.
El núcleo de quienes protestan en Venezuela son los estudiantes, pero sería un error pensar que solo ellos salen a la calle: hay miles de personas que los apoyan, que les proveen de todo lo que necesitan para seguir luchando, que hacen protestas activas frente a los estantes vacíos, o interrumpen el tránsito en cualquier momento y salen a protestar en marchas masivas. Hay gente protestando en la capital y en el interior de Venezuela, en las plazas y lugares que más se prestan para la lucha; el hecho de que los barrios populares no eleven barricadas no se debe a que el pueblo, o como lo llamen los gobernantes, los apoya en su supuesta revolución: la razón es que en muchos de ellos, hay grupos organizados de esas personas que, en moto y con pistolas, son el arma más eficaz de Maduro y sus cómplices para seguir reprimiendo brutalmente todo descontento.
Suele decirse en los medios de prensa que las protestas tienen por motivo la escasez acusada de productos básicos de consumo que soporta el país, la que se combina con una inflación desbordada, que supera largamente las cifras oficiales. También se dice con frecuencia que los ciudadanos reclaman más seguridad y el fin de los grupos paramilitares que noche a noche recorren las ciudades sembrando muerte y destrucción. Pues bien, todo esto es cierto, sin duda alguna, pero hay algo más que motiva a los manifestantes: no se arriesga la vida, con tanta constancia y tanta valentía, porque en los supermercados no se pueda conseguir leche o arroz.
La mayoría de quienes salen a la calle, en realidad, no parecen buscar el diálogo, ni concesiones puntuales del gobierno, ni medidas concretas para resolver uno u otro problema específico: lo que desean es la renuncia del presidente Maduro, la liberación de los presos políticos, y el cambio completo del equipo de gobierno. En otras palabras, la gente arriesga su vida —y ya van cerca de 40 muertos— para conseguir un cambio de régimen, pues el actual no ofrece ningún futuro a la juventud sino el desolado panorama que puede apreciarse en Cuba después de tantos años de revolución.
Es en este punto que se separan, insensiblemente, los manifestantes y los voceros de la oposición. La mayoría de estos dirigentes procura sentarse en una mesa de diálogo con Maduro y sus representantes, negociar algo, esperar la presión internacional, pero no, de ningún modo, exige la salida del actual gobierno. El problema es que ya la oposición —la Coordinadora Democrática, en su momento— transitó este camino a partir de 2002, se sentó a negociar por largos meses, exigió un referéndum revocatorio, y concurrió a múltiples elecciones siempre con resultados frustrantes: Chávez se encargó de manejar el organismo fiscalizador de las elecciones de tal manera que él pudiera ganar todas las elecciones importantes, y Maduro, hoy, no hace más que repetir la misma táctica. No en vano ganó las elecciones del año pasado por apenas algo más que un punto de porcentaje.
La oposición sigue confiando en las próximas elecciones, lejanas aún en el tiempo; pero la calle sabe, por intuición, que ya sea por un uno por cierto, o por mil, o por la cifra que sea, los actuales amos del poder nunca lo abandonarán pacíficamente. Y en eso, pensamos, tienen toda la razón: sería demasiado peligroso para ellos entregar el poder pacíficamente, pues sus actos de corrupción, sus violaciones a los derechos humanos, y su prepotencia política, no serían pasados por alto, de seguro, ante un nuevo gobierno.
Maduro ejerce hoy la dictadura apoyado en un amplio despliegue de hombres y de armas, y no abandonará el poder por más que se lo rueguen y se lo pidan millones de manifestantes. Y los líderes de la oposición, salvo dos o tres excepciones, como la de María Corina Machado, persisten en mensajes y posiciones conciliatorias, acostumbrados como parece a vivir dentro de los límites que les traza el régimen socialista. ¿Podrán los manifestantes, por sí solos, destruir la resistencia del chavismo? ¿Encontrarán nuevos líderes, que expresen con fidelidad sus intenciones? Nada puede saberse hoy con certeza, como es lógico, pero da la impresión —a la hora de escribir estas líneas— que Venezuela se encuentra en un callejón sin salida que seguirá produciendo detenidos, heridos, y muertos. “Socialismo o muerte”, dicen desde el chavismo, y la frase tiene hoy —por desgracia— una trágica connotación concreta que está segando la vida de decenas de personas.