EnglishHan comenzado a asomarse en Guatemala algunas iniciativas para cambiar la Constitución en cuanto al delicado tema de la duración del período presidencial o la eventual posibilidad de la reelección. El mandato para el primer magistrado es actualmente de cuatro años y no cabe que este se presente para un segundo período, según se establece taxativamente en un artículo que la carta magna actual establece como no modificable. Con esto, Guatemala no hace más que seguir la tendencia que, en casi toda América Latina, ha llevado a modificaciones constitucionales que amplían el tiempo del período presidencial o permiten la reelección, que en varios casos llega a ser indefinida.
Desde la segunda mitad del siglo XIX, cuando la mayoría de las repúblicas de América Latina se organizaron definitivamente, surgió en nuestros países la prohibición de la reelección presidencial, nacida de la preocupación por evitar que el jefe del Estado se convirtiese en un dictador a perpetuidad.
La mayoría de las constituciones –con la notable excepción de la chilena– se inclinaron entonces por un período presidencial de 4 a 6 años con prohibición de reelección inmediata, si no absoluta. No casualmente, pensamos, Chile fue uno de los países que más estabilidad disfrutó en la región durante cerca de cien años. En casi todas las otras naciones las constituciones fueron abierta o solapadamente violadas, lo que permitió las largas dictaduras de Porfirio Díaz en México, Manuel Estrada Cabrera en Guatemala, Juan Vicente Gómez en Venezuela y muchos otros gobernantes en otras naciones.
Con el retorno a la democracia que se produjo durante la década de 1980, en varios países se promulgaron nuevas constituciones que prohibían la reelección de modo tan tajante como las del siglo XIX. Sin embargo, el tema no terminó allí.
Políticos que fueron exitosos en su momento, como Carlos Menem en Argentina, Fernando Henrique Cardoso en Brasil y Alberto Fujimori en Perú, usaron su popularidad para cambiar los textos constitucionales y lograr la reelección.

A esta ola de cambios, producida a finales del siglo XX, le ha seguido la de los populismos del siglo XXI que, empezando con Hugo Chávez en Venezuela, continuaron y profundizaron el mismo derrotero, llegando incluso en ese país a aceptarse la reelección indefinida del gobernante. A Chávez le han seguido Correa en Ecuador, Morales en Bolivia y Ortega en Nicaragua, que buscan o han obtenido ya mandatos ilimitados.
En los casos de Argentina, Brasil, Perú y más recientemente Colombia –como ahora en Guatemala– se trató de corregir constituciones excesivamente limitantes: Prohibir la reelección absoluta después de solo cuatro o cinco años resultó en una gestión siempre orientada por miras de corto plazo, en una especie de precampaña electoral permanente y, posiblemente, en un debilitamiento de los partidos políticos.
Pero si bien es aceptable y hasta lógico que se haya dado más amplitud a un poder ejecutivo demasiado restringido, es obvio que los cambios actuales producen una comprensible inquietud: Cuando se abre la puerta a la reelección se crean también las bases para un reforzamiento efectivo del poder personal del presidente; si este y quienes lo apoyan no poseen los valores propios de una república liberal y democrática resulta fácil, sin duda, seguir con los cambios y llegar a una forma “legal” de dictadura como la que hoy existe en Venezuela, donde no hay división alguna del poder político y este se ejerce de un modo arbitrario y discrecional. Pasados ya dos siglos después de la independencia se ha regresado, tristemente, al absolutismo de las antiguas monarquías, donde el rey, sin contrapeso alguno, imponía su voluntad sobre la de sus súbditos.
Lo preocupante es que en América Latina se transita con facilidad de una solución a otra tan extrema como la que se pretende superar: De las medidas restrictivas que impiden gobiernos efectivos se puede saltar –sin transición, como en los casos de Venezuela o de Ecuador, por ejemplo– hacia dictaduras absolutistas que conducen a la pérdida de la libertad y, muchas veces, al desastre económico. Nos viene a la memoria el ciclo inacabable que, en el siglo XIX, existía en casi todos nuestros países entre la tiranía y la anomia, cuando se pasaba de una a otra sin respetar, más que en breves períodos de transición, las libertades individuales.
Equilibrio, mesura y un verdadero respeto por los valores republicanos es lo que necesitamos en todas partes. Reconocer que si bien es muy agradable para el gobernante ejercer su poder sin cortapisa alguna, más conveniente para todos es crear un marco institucional que permita gobernar de modo efectivo, pero que garantice la alternabilidad de los mandatos y, sobre todo, las libertades políticas, civiles y económicas de todos los ciudadanos.