
EnglishEl sábado 25 de abril, decenas de miles de guatemaltecos salieron pacíficamente a manifestarse contra la corrupción, que según todas las evidencias se ha apoderado del país. Una organización delictiva que opera en las aduanas, y que encabeza el propio secretario privado de la vicepresidente Roxana Baldetti, fue desmantelada días antes, provocando una oleada de indignación que no da signos de amainar.
La gente pide la renuncia de la vicepresidente para que pueda ser enjuiciada por su presunta vinculación a esa organización delictiva —y, en muchos casos, también la renuncia del presidente. No hay diferencias al respecto, ni en la condición social ni en la orientación ideológica o política de quienes protestan: el rechazo es generalizado y profundo.
Aun en el Partido Patriota (PP), que actualmente está en el Gobierno, se suceden las renuncias de políticos que no quieren verse asociados a esa organización política, vista hoy como involucrada en serios casos de corrupción. Alejandro Sinibaldi, su candidato a la presidencia, renunció al partido y a la postulación al día siguiente de que estallara el escándalo. Luego comenzaron a hacerlo diputados, alcaldes y concejales en todo el país: la desbandada es continua.
Lo sucedido tiene claras semejanzas con recientes sucesos ocurridos en Brasil, en Argentina y en Chile: los latinoamericanos estamos hartos de la corrupción, del modo en que nuestros Estados –cada vez más grandes y voraces- parecen estar más al servicio de los intereses personales de los gobernantes que preocupados por invertir el dinero que recaudan en fines favorables a su país.
La lucha contra la corrupción es más complicada de lo que parece: no bastan las exhortaciones y los reclamos, no son suficientes las leyes draconianas
Pero en el caso de Guatemala se añade una evidente complicación, que hace aún más tensa y fluida la situación que se vive: en septiembre se realizarán elecciones generales y el virtual hundimiento del PP ha cambiado por completo el panorama y las expectativas sobre los futuros comicios.
Los principales contendientes para la presidencia –ya alejado, por ahora al menos, Sinibaldi- son Manuel Baldizón y Sandra Torres. El primero pertenece al partido Líder, mientras que ella, quien fuera esposa del expresidente Alvaro Colom, dirige la UNE, Unión Nacional de la Esperanza; ambos tienen un historial político francamente populista, lo que inquieta a una buena parte del electorado. Ninguno de sus posibles oponentes ha remontado aún en las encuestas, aunque todavía es muy temprano para que se termine de definir cuál de sus posibles adversarios podrá canalizar el descontento hacia su visión populista de la política y hacia la corrupción que se atribuye –con razones fundadas— al actual Gobierno.

La lucha contra la corrupción, por otra parte, es más complicada de lo que parece: no bastan las exhortaciones y los reclamos, no son suficientes las leyes draconianas cuando el aparato del Estado está corrompido en muchas de sus partes, cuando una buena parte de los políticos y de los funcionarios asumen implícitamente que pueden apropiarse de los dineros públicos y no tienen demasiado temor a ser sancionados. Existen causas estructurales que estimulan la corrupción, lo que hace mucho más difícil su combate, por otra parte. La principal de ellas es el tamaño del Estado y las funciones que actualmente se le asignan.
Es necesario cambiar el papel que asume el Estado frente a la sociedad
Con Gobiernos que manejan presupuestos inmensos y tienen centenares de dependencias, con políticas de redistribución del ingreso que implican transferencias de dinero y bienes en cantidades asombrosas, es casi imposible penetrar en las redes que se forman para captar ilegalmente los fondos públicos o vigilar a los infinitos funcionarios que ejercen cargos en que se pueden cometer actos de corrupción.
Por eso hay inquietud en Guatemala, porque la ciudadanía –de un modo u otro– percibe que si asume el poder alguno de los candidatos populistas, se repetirán y hasta se ampliarán hechos como los que hoy suscitan su lógica indignación. Es posible, tal vez, mejorar en algo la transparencia de la gestión pública si se eligen personas más honestas y con una visión clara de la necesidad de vigilar de cerca la acción de sus colaboradores.
Pero no nos engañemos: cuando un fenómeno está tan arraigado como el que comentamos, cuando existe en casi todas las dependencias y sectores, un simple cambio de personas no puede traer resultados realmente significativos. Es necesario algo más, algo más profundo e importante: es preciso cambiar el papel que asume el Estado frente a la sociedad.
Los Gobiernos deben concentrarse en su función fundamental, que es la de proporcionar seguridad a la ciudadanía, y abandonar o reducir drásticamente muchas de las funciones que hoy poseen, especialmente aquellas que implican la transferencia de riquezas y el otorgamiento de todo tipo de dádivas y privilegios. Solo así podrán ser controlados con eficacia y avanzar en el camino hacia la transparencia y la honestidad que se desean.
Editado por Pedro García Otero.