EnglishHan pasado ya dos años y medio desde que se iniciaron las conversaciones de paz entre la guerrilla de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) y el Gobierno colombiano y los resultados, como muchos ya anticipaban, están lejos de ser alentadores.
Las causas son de fondo: por un lado, el Gobierno de Juan Manuel Santos no tiene una hoja de ruta clara sobre el límite de las concesiones que está dispuesto a hacer a la guerrilla terrorista; y por el otro, esta no negocia realmente de buena fe. Si a esto se añade la complejidad que rodea a todo acuerdo de paz cuando se negocia el fin de una guerra interna, los reclamos de las víctimas y la desconfianza de una buena parte de la sociedad, se comprenderá que las pláticas marchen muy lentamente y que su futuro sea —por decir lo menos— bastante incierto.

La llamada “masacre del Cauca“, la muerte a sangre fría de 11 soldados del Ejército, conmovió en días recientes a la opinión pública del país. Esta acción mostró, con total claridad, que las FARC siguen siendo un grupo terrorista que aprovecha las negociaciones en curso para sacar ventajas de todo tipo, afianzando sus posiciones militares y exhibiendo su poder.
Pero no decimos que esa organización negocia de mala fe simplemente por este lamentable hecho, sino porque —a medida que se discuten diferentes temas— las FARC van ampliando sus exigencias, y no se limitan a los asuntos originales, sino que buscan que los acuerdos cambien por completo la fisonomía de Colombia. Algo semejante sucedió en Guatemala en la década de 1990, lo que debería alertar a los colombianos sobre los peligros de ceder ante reclamos que nunca cesan de aumentar.
Guatemala: testigo de la misma experiencia
En el caso guatemalteco, la guerrilla, ya totalmente derrotada en el campo de batalla y en la opinión pública, logró que el Gobierno firmara acuerdos donde se la justificaba en sus motivaciones y, en consecuencia, se le imponían a este último pesadas obligaciones en lo militar, lo económico y lo social.
Los acuerdos de paz se convirtieron en una especie de programa de Gobierno que, saltando por encima de lo que opinaba la ciudadanía, diseñaban un país a gusto de los grupos derrotados. Todavía hoy Guatemala está pagando la forma en que se debilitó al ejército y a la policía como resultado de dichos acuerdos, pues la delincuencia y la inseguridad crecieron, a partir de 1996, de un modo de verdad incontenible.
Ciertos grupos decidieron recurrir a la violencia para imponer sus convicciones y sus proyectos
Las FARC exigen ahora, entre otras medidas, “una paz creadora y reparadora” y una Comisión de Esclarecimiento de la Verdad, así como que el Gobierno colombiano desclasifique los archivos secretos de la lucha contrainsurgente. Sus presiones apuntan, como lo han dicho sus dirigentes en varias oportunidades, a justificar indirectamente su alzamiento con la excusa de los males políticos y sociales que ha padecido el país.
Es el mismo camino que, con apoyo de muchas organizaciones no gubernamentales y las Naciones Unidas, se quiso obligar a transitar a Guatemala, llevándola a un debilitamiento del Gobierno que trajo muy deplorables consecuencias.
Los perdedores escriben la historia
Porque las causas del alzamiento armado, en uno y otro caso, no son la pobreza, la discriminación o la mala distribución de la tierra, sino la voluntad de ciertos grupos que decidieron recurrir a la violencia para imponer sus convicciones y sus proyectos. Grupos marxistas que querían llevarnos, por la fuerza, a adoptar un modelo de sociedad que repudian la mayoría de los latinoamericanos, donde toda la propiedad se reserva al estado e impera un orden totalitario, de partido único.
Que no se ceda a los reclamos de quienes todavía empuñan las armas y cometen matanzas es el reclamo de la sociedad colombiana
Estos grupos, derrotados militarmente por falta de apoyo en la población, lograron en Guatemala que se cambiara la historia para aparecer como defensores de los pobres, idealistas y justicieros. Lo mismo lograron en Argentina y en Uruguay, para solo mencionar dos casos que llaman la atención a toda persona que conoce la verdadera historia de lo acontecido. Y es más, han buscado —y obtenido en muchos casos— que se castigue judicialmente a quienes combatieron esos alzamientos mientras ellos ocupaban cargos públicos de toda jerarquía. Lo mismo, resulta obvio, pretenden ahora en Colombia.
Que no se ceda a los reclamos de quienes todavía empuñan las armas y cometen matanzas despiadadas es el reclamo de una mayoría de la sociedad colombiana. De la fuerza de sus convicciones, de la claridad de sus ideas y de la voluntad de sus líderes depende ahora que el conflicto que ha desangrado a ese país no termine con una victoria política de quienes perdieron la batalla militar y de la opinión pública, pero quieren salir victoriosos de la mesa de negociaciones.