Miles de personas, en manifestaciones y en las redes sociales, han pedido la renuncia del presidente Otto Pérez Molina, pues se lo considera cómplice –activo o pasivo– de los graves casos de corrupción que han salido a la luz recientemente. No hay denuncia concreta contra él pero buena parte de la ciudadanía piensa que ha participado, o al menos tolerado, los manejos ilegales que se han hecho desde varias dependencias gubernamentales y que por lo tanto debe apartarse del cargo.
Otras opiniones divergen: piensan que la salida de Pérez abriría paso a un período de enorme crisis política en Guatemala, que podría ser aprovechado por fuerzas radicales o que se produciría una especie de caos político definitivamente dañino para el país. Los Estados Unidos, según todas las apariencias, respaldan la permanencia del presidente, tal vez con argumentos semejantes a los mencionados. El embajador de EE.UU. no se ha preocupado por ocultar que sostiene esta posición.
No nos atrevemos a vaticinar qué ocurrirá en las próximas semanas en este sentido, aunque la cuestión, desde nuestro punto de vista, no es la esencial, pues de todas maneras Otto Pérez tendrá que entregar el cargo, como lo establece la Constitución, el 14 de enero próximo.
Lo importante, lo crucial, son las elecciones generales convocadas para el 6 de septiembre próximo: ¿se realizarán? ¿Quién resultará electo como nuevo mandatario? ¿Qué composición tendrá el nuevo Congreso? Varios sectores -principalmente entre la izquierda radical, pero no solamente dentro de ella- se han pronunciado por la suspensión de las elecciones; otros están llamando a votar en blanco o a anular el voto, asumiendo que no hay ningún candidato que valga la pena elegir o que el sistema político actual ha colapsado y necesita sufrir profundas reformas antes de que se pueda volver a votar.
Anular las elecciones no es solo desconocer la Constitución, sino propiciar en realidad un salto hacia lo desconocido
Dentro de quienes aceptan concurrir a las elecciones, que son mayoría, ha surgido una importante campaña contra el candidato populista Manuel Baldizón, como lo reseñáramos en un anterior artículo. Existe un movimiento ciudadano espontáneo, muy intenso, que ha emergido a partir del repudio a la generalizada corrupción y es normal que, dentro de él, aparezcan divergencias que representan la libre opinión de miles de ciudadanos y, por supuesto, también los proyectos de grupos y partidos organizados.
Votar en blanco o anular el voto es repudiar a todos los políticos en bloque, como si fuesen una “clase” o grupo homogéneo, y resulta en definitiva en dar un apoyo indirecto a quienes tengan la maquinaria política mejor aceitada y se garanticen con ello un caudal mínimo de votos. Anular las elecciones no es solo desconocer la Constitución sino propiciar en realidad un salto hacia lo desconocido que solo puede favorecer a las minorías organizadas que tratarán de imponer su voluntad ante el vacío de poder.
Porque, si se repudia a “todos los políticos” en bloque, es lícito preguntarse: ¿quién asumirá entonces el poder? ¿Los militares? Por supuesto que no; eso no lo desean, de ningún modo, los ciudadanos. ¿Alguna persona honesta, no contaminada por el pasado, perfecta y pura? Pero ¿de dónde podrá salir un prodigio semejante? ¿Con quienes podrá gobernar?
Lo más probable es que, en una circunstancia semejante, abandonada ya toda sombra de institucionalidad, emerja algún caudillo de tipo chavista que implante una forma más o menos disimulada de dictadura populista. Mucho se habla también de reformar el sistema político actual, controlando mejor el gasto público, los ingresos de los partidos, la propaganda electoral anticipada y la reelección de diputados y alcaldes, entre otras medidas semejantes.
Las propuestas, sin duda, surgen de las mejores intenciones, pero lamentablemente no van a la raíz del problema: no es debilitando a los partidos –ya muy débiles y muy personalistas– que se mejorará la institucionalidad de Guatemala, ni es con nuevos reglamentos o ampliando las funciones del gobierno que se podrá combatir mejor la corrupción del sector público.
Lo que se necesita es que el movimiento ciudadano no decaiga, que se convierta en un verdadero factor de poder, que presione a las instituciones y las personas que pueden tomar decisiones en los distintos organismos del estado para que se descubran los casos de corrupción, se aprese a los culpables y se los castigue de un modo adecuado. Pero, junto con esa movilización ciudadana, es decisivo que la gente vaya a votar en septiembre y que repudie a los candidatos populistas, que ofrecen dádivas y regalos a todo el mundo pero que no explican de dónde saldrá el dinero para cumplir sus promesas.
Si se sigue votando a quienes más prometen en vano se reformarán leyes y reglamentos, pues será el mismo pueblo en que caiga nuevamente en la trampa de la que hoy intenta salir. ¿Habrá algún candidato que, en vez de prometer más gastos y más impuestos, lo que ofrezca es reducir el costo de un estado ineficiente, suprimir lo superfluo y controlar mejor los gastos públicos? Nada está muy claro al respecto, al menos todavía, pero por allí –creemos– debería pasar la solución.