EnglishLa crisis griega, que hoy estremece a los países europeos de la zona del euro y a los mercados financieros de todo el mundo, tiene en realidad orígenes muy fáciles de explicar, a pesar de lo complicada que parece a primera vista: los griegos, durante largos años, vivieron muy por encima de sus posibilidades, y hoy están pagando las severas consecuencias de haber consumido más de lo que producían.
Todo comenzó con la creación de ese “Estado Benefactor” o “Estado del Bienestar” que se fue creando hacia la mitad del siglo pasado. Grecia, como muchos otros países, fue aumentando progresivamente sus impuestos, con los que pudo hacer crecer al Estado para que este proveyera de amplios servicios sociales a la población: salud y educación para todos, pensiones y jubilaciones de la mejor calidad y una multitud de servicios que favorecían de mil modos a la población.
Si añadimos a esto las necesarias obras para conservar su valioso patrimonio histórico, la creación de infraestructura y los gastos que ocasionaban muchas empresas públicas deficitarias, se comprenderá que el Estado griego tenía que gastar enormes cantidades todos los años, dinero que escasamente podían proveer los impuestos que se cobraban.
Ante ese desequilibrio, ante unos gastos que superaban largamente los ingresos, los sucesivos Gobiernos incurrieron en un enorme endeudamiento, del mismo modo que se hizo en América Latina durante la pasada década de 1980. En el caso de nuestra región, el endeudamiento llegó a un límite y tuvieron que realizarse reformas que sanearon en parte las finanzas fiscales.
Puede repudiar su deuda, pero eso implicaría abandonar el euro y volver al dracma, que se devaluaría de un modo brutal
Los griegos llegaron a acumular una deuda total de nada menos que US$340.000 millones, algo que superaba con creces lo que producía la economía en uno o dos años. De pronto, cuando se dieron las circunstancias, Grecia no pudo pagar ya más los intereses asociados con tan gigantesco endeudamiento: por eso el Estado griego está quebrado, porque año tras año manejó presupuestos deficitarios y acumuló una deuda que, en un momento dado, rebasó sus capacidades de pago.
Para mejorar en algo la crítica situación creada en los últimos años, los griegos debían reducir drásticamente los gastos del Estado y dedicar una buena parte de lo que se recauda por impuestos al pago de esas enormes sumas adeudadas. Eso implica, desde luego, que muchos programas sociales tendrían que eliminarse o reducirse sensiblemente, afectando el nivel de vida de la población. Esta, por cierto, se resiste a que eso suceda: no quiere perder lo que considera “derechos adquiridos” aunque ya no haya dinero para pagar por ellos.
En este punto surge una indignación generalizada, un rechazo abierto a la situación que se vive sobre la cual, un hábil demagogo como Alexis Tsipras, quien logra triunfar en las elecciones prometiendo que no habrá más recortes en los programas sociales. Se trata, por cierto, de una misión imposible, que ha colocado al país helénico en una especie de callejón sin salida.
Puede repudiar su deuda, claro está, y evitar los ajustes, pero eso implicaría prácticamente tener que abandonar una moneda fuerte como el euro y volver a su antigua moneda, el dracma, que inmediatamente se devaluaría de un modo brutal. Si esto ocurriera, el nivel de vida de los griegos descendería enormemente, tal como les sucedió a los argentinos en 2002, cuando dejaron de tener un peso convertible a la par con el dólar. En ambos casos, como se ve, reventará la burbuja y acabará la ilusión de que podían vivir como ricos, cuando en realidad no lo eran.
El problema, entonces, no es el euro, no es la voracidad de los acreedores o de los bancos, sino uno mucho más sencillo y simple: no se puede vivir gastando más de lo que se recibe porque, en algún momento –más cercano o más lejano–, hay que pagar la diferencia. No hace falta tener un doctorado en Economía para entender esa simple lección, que conoce a la perfección el ama de casa más humilde o el trabajador menos calificado.
No faltarán los demagogos que, para conseguir votos o afirmarse en el poder, creen beneficios cuyo costo, a largo plazo, resultará impagable
América Latina tuvo que aceptar esta dura realidad, como decíamos, hace cosa de treinta años. Pero la lección, creo yo, no ha sido asimilada del todo. Por todas partes se alzan voces para que se aumenten los impuestos y los gastos del Estado, aparecen demagogos que ofrecen a la población mil y un programas destinados a hacerles la vida más fácil y hasta los expertos nos dicen que nuestro nivel de endeudamiento aún es bajo y manejable, que podemos y debemos gastar más.
Mientras sigamos teniendo presupuestos deficitarios –por las razones que sean, aunque se trate de las más loables y aparentemente justas– nuestro nivel de endeudamiento irá creciendo, aumentando la carga de un pago que recaerá sobre los hombros de nuestros hijos y nuestros nietos. No faltarán los demagogos que, para conseguir votos o afirmarse en el poder, creen beneficios cuyo costo, a largo plazo, resultará impagable.
La lección principal, entonces, es que debemos controlar el gasto público, pensar en las futuras generaciones y reducir nuestro endeudamiento en todo lo que sea posible porque, como ya lo sabían nuestros abuelos, hay tiempos de bonanza pero también hay épocas duras, en las que la realidad puede cobrar el costo de la pretensión de vivir por encima de las posibilidades.