
English¿Qué tienen en común Venezuela, Arabia Saudita y Noruega? No mucho, aparentemente, pues la europea es una democracia consolidada, el asiático un reino regido por estrictos preceptos religiosos y la nación sudamericana una república de orientación socialista y populista. Pero, más allá de esas visibles diferencias, hay algo que los une: los tres son países petroleros que, sobre todo en épocas de altos precios para el producto que exportan, destinan fuertes sumas a apoyar en otros países las ideas y los proyectos que les interesan.
Bien conocido en América Latina es el caso del régimen chavista de Venezuela, que se dedicó, en los primeros años de este siglo, a apoyar a figuras populistas de izquierda en varios países de la región. Fue una interferencia desembozada, que fracasó en varios casos; pero que, en Bolivia, Ecuador y Nicaragua, ha llevado a la existencia de Gobiernos de corte absolutista, donde una especie de caudillo se perpetúa aún hoy en el poder desconociendo el estado de Derecho y muchas de las básicas libertades individuales.
El caso de los sauditas es diferente, pero en el fondo similar: sus inmensos ingresos los han llevado a involucrarse en toda clase de conflictos en su región, apoyando a quienes sostienen similares ideas religiosas y combatiendo contra enemigos que perciben al Islam de un modo diferente.
Podría pensarse que el reino de Noruega —democrático, pluralista y firme defensor de los derechos humanos—, actuaría de otra manera, defendiendo principios como la libertad y la autodeterminación de las naciones a las que entrega su dinero. Pero el caso de Guatemala muestra a las claras cómo esa “cooperación internacional” deriva fácilmente en la promoción de una agenda política ajena al país que la recibe y que, en muchas ocasiones, termina generando o exacerbando conflictos y provocando inmensos daños.
Los noruegos, sin entender la compleja realidad política, social y cultural del país centroamericano, han promovido con su dinero la agenda de grupos extremistas que llevan a conflictos muchas veces violentos, como en el caso de quienes se oponen a la existencia de una planta cementera en San Juan Sacatepéquez, una localidad cercana a la ciudad de Guatemala.
[adrotate group=”7″]Allí esos grupos asesinaron, hace algunos meses, a toda una familia cuyo mayor delito era, simplemente, querer trabajar para la empresa que legalmente se ha instalado cerca de su ciudad. Unos diez cadáveres dan testimonio del modo cruel en que la supuesta defensa del ambiente se convierte en un enfrentamiento mortal que viola el derecho humano esencial y primario, el derecho a la vida.
La embajada de Noruega ha financiado a varios grupos de este tipo en Guatemala, con la intención manifiesta de apoyar a las comunidades indígenas del país, supuestamente discriminadas. Pero no ha entendido que su dinero ha servido para crear y mantener organizaciones que hacen una profesión del conflicto y que usan la violencia y la extorsión para obtener poder y trabajar para revivir los enfrentamientos que asolaron al país durante la segunda mitad del siglo XX.
Han sembrado el odio y han impedido, con sus acciones, que se establezcan empresas mineras e hidroeléctricas en el país, retardando su desarrollo. No se nos escapa una ironía cruel al respecto: los grupos financiados por Noruega se oponen con virulencia a las empresas hidroeléctricas, en tanto que en el país escandinavo, esa fuente de energía es utilizada de un modo amplio y sistemático.
Afortunadamente, el Gobierno noruego parece haber entendido que su presencia en el país no es favorable para los intereses de los guatemaltecos y —por esa y otras razones— ha decidido concluir los experimentos sociales que llevaba a cabo en nuestras tierras. Sería muy beneficioso que otros Gobiernos, como los de España, Suecia, Bélgica o los Estados Unidos, comprendieran también que entregar dinero a grupos conflictivos constituye un acto de perniciosa intervención en los asuntos locales, un acto que perjudica a los guatemaltecos y —en definitiva— también a ellos mismos.