EnglishEl cerco se está cerrando alrededor de la presidenta de Brasil, Dilma Rousseff, por sólidas denuncias de corrupción que la involucran no sólo a ella, sino también al expresidente Luiz Inacio da Silva, Lula, su mentor e indiscutido líder del PT (Partido de los trabajadores). No son casos aislados o de poca monta: a través de Petrobras, la empresa petrolera estatal brasilera, se han desviado miles de millones de dólares que han ido a parar a ese partido y, sin duda, a los bolsillos de quienes dicen defender a los pobres y los excluidos.
Millones de brasileños se han indignado por esta estafa, no sólo monetaria sino política y moral, y han salido a manifestar en más de 100 ciudades de ese inmenso país reclamando que Dilma abandone el poder, que se la juzgue, que se acabe de desmantelar la compleja red de sistemática corrupción que se ha ido tendiendo a lo largo de los años por los más altos representantes de la izquierda. Con ironía se habla ahora de la operación “lava jato”, que alude al lavado de automóviles que se hace con chorros de agua y aire a alta presión.
La presidencia de Lula comenzó el 1° de enero de 2003 y duró ocho años, período en el cual se lo alabó por haber reducido la pobreza y mantener a Brasil en una senda económica sostenida. Estos supuestos éxitos facilitaron que su partido continuara en su poder a través de su protegida, Dilma Rousseff, en 2011. Pero los años han mostrado que tanto el crecimiento como la reducción de la pobreza no fueron más que espejismos que se desvanecieron con el tiempo.
Los grandes programas sociales destinados a los más pobres y el dispendioso gasto del Gobierno llevaron a un creciente desequilibrio en las cuentas fiscales que hoy pagan todos los ciudadanos: el Gobierno del país gasta más de lo que recibe —a pesar de los altos impuestos que cobra— con su secuela de devaluaciones, alzas en los intereses y una fuerte inflación que supera 10% anual. A la inflación se une, para agravar los males, una dura recesión que ha llevado a una disminución de la economía brasilera de más de 4% durante el año pasado. La pobreza, entonces, ha vuelto a aumentar, la economía sigue en retroceso y el país, hoy, marcha a la deriva.
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La izquierda populista de Brasil ha puesto de manifiesto otra vez las limitaciones de sus políticas, las mismas que llevaron a la crisis y el endeudamiento de toda América Latina durante décadas pasadas. Es muy fácil para los políticos gastar desde Gobierno a manos llenas y ganar una imagen de redentores de los pobres, pero los daños que se hacen a los países son profundos y exigen severas medidas para su remedio.
Si a esto agregamos que los supuestos redentores resultan ser personas ávidas de enriquecimiento personal, que roban sin recato, comprenderemos la justa indignación de los ciudadanos brasileños. Lo mismo ocurrió en Guatemala el año pasado, en un movimiento cívico eficaz para llevar a la cárcel al presidente y a la vicepresidenta, y lo mismo puede suceder también en Chile, donde un escándalo de corrupción ha salpicado también a la presidenta Michelle Bachelet debido a que su hijo y su nuera se beneficiaron de sus influencias para conseguir un préstamo de US$ 10 millones —sin respaldo alguno—, para dedicarse a la especulación inmobiliaria.
La ciudadanía, en casi toda América Latina, está consciente ahora de la enorme corrupción que se instaló en sus países en las últimas décadas, propiciada por gobiernos populistas que apelaron a los sentimientos más primarios del electorado para llegar al poder y mantenerse en él. Resta entonces aprender la lección: no basta con perseguir y castigar a los corruptos, no es suficiente con verlos en la cárcel; se necesita cambiar la orientación de las políticas de estado y dejar de utilizar a esta institución para promover una igualdad que, en definitiva, nunca se alcanza.