EnglishEl reciente viaje del presidente Barack Obama a Cuba ha suscitado muchos comentarios: algunos ven una puerta de oportunidad para que vayan mejorando las condiciones económicas de los cubanos y que, poco a poco, se abra paso a una cierta liberalización de la dictadura; otros, por el contrario, destacan que el presidente de los Estados Unidos ha dado un espaldarazo a la dirigencia cubana —en el poder desde hace seis décadas— sin obtener mayores concesiones a cambio.
Algo de verdad puede haber en cada una de estas posiciones aunque, desde mi punto de vista, son más los aspectos negativos que los positivos de la visita. Lo que quiero destacar en estas líneas es otra cosa, es que el publicitado viaje ha servido, más que nada, para mostrar la profunda inconsistencia de la política de los Estados Unidos frente a la América Latina y su doble moral frente a los derechos humanos.
En países como Guatemala y algunos otros de nuestra región, Estados Unidos se esfuerzan por lograr las condenas de militares que, en décadas pasadas, combatieron la subversión guerrillera. Han favorecido, por ejemplo, que se condene al general Efraín Ríos Montt por el delito de genocidio, por masacres cometidas entre 1982 y 1983 que fueron parte de la sangrienta lucha que se produjo en la zona Ixil del departamento del Quiche.
Pero resulta obvio que esos abusos —que sí, realmente existieron— no formaron parte de una política de exterminación étnica, sino que se dieron en el contexto de un combate entre las fuerzas del Gobierno y los insurgentes marxistas: el Ejército buscaba “aniquilar” a la guerrilla, no a los indígenas; y esta trataba igualmente de destruir a las unidades del ejército, sin piedad.
El respaldo que otorgaron Estados Unidos a la fiscal general y a la juez que llevaron a cabo estas acusaciones fue amplio y evidente, pues se las premió en el país del norte y las declaraciones del embajador estadounidense —presente en el juicio— no dejaron dudas al respecto. Algo similar ha ocurrido con otro juicio que, aunque no se hace bajo la acusación de genocidio, involucra también a militares que combatieron a la guerrilla, pero no participaron en las masacres que se produjeron.
La visita de Barack Obama a Cuba ha servido para mostrar la profunda inconsistencia de la política de EE.UU. frente a la América Latina y su doble moral frente a los derechos humanos.
Pero en lo que se refiere a Cuba, la actitud estadounidense hacia los derechos humanos es por completo diferente. Barack Obama participa alegremente en diversos actos junto a los altos dignatarios de la dictadura y, si bien se reúne con algunos disidentes cubanos y pide la liberación de los presos políticos, acepta de hecho la tiranía de los hermanos Castro que ya llevan 57 años en el poder; no propone ninguna transición y no hace la menor referencia a los crímenes políticos cometidos por un régimen que ha asesinado a quienes cometieron el “inaudito delito”… de querer simplemente salir del país, por ejemplo.
¿Por qué esta enojosa diferencia? ¿Por qué en algunos casos se remueve el pasado para castigar a quienes enfrentaron al comunismo y, por otro lado, se pasan por alto los crímenes de quienes se opusieron a Estados Unidos en la Guerra Fría?
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Entendemos que ese país, como cualquier otro, tiene intereses y no amigos, como es común decir cuando se analiza su política exterior, pero ¿qué interés puede tener la potencia norteamericana en perseguir aquí una noción distorsionada de la justicia, mientras en Cuba y en otros países, como Arabia Saudita, los derechos humanos quedan relegados y permanecen en el olvido las graves violaciones de los derechos de sus habitantes?
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No podemos, en un artículo breve como este, analizar el problema y encontrar respuestas definitivas para estos perturbadores interrogantes. Pero la disonancia es notable y pone en entredicho la supuesta moralidad que guía la política exterior de Estados Unidos.
Si se trata de una cuestión de principios no debería hacerse ninguna excepción y habría que tratar a todos por igual, tengan o no petróleo, sean naciones grandes o pequeñas, gobernadas por la izquierda o por la derecha. Pero no sucede así: en algunos casos se esgrime un moralismo que se ensaña contra uno solo de los bandos en lucha, mientras que en otros priman las consideraciones de una “política de Estado” que no resulta fácil de entender.
El lamentable resultado de este doble rasero es que, poco a poco, Estados Unidos va perdiendo su autoridad moral ante los latinoamericanos y abandonando el papel que tuvieron en otros tiempos, cuando se presentaron ante el mundo como un faro que iluminaba el camino de la libertad y de la democracia. Porque la justicia, o es igual para todos, o no es justicia.