Los partidarios de Rafael Correa, presidente del Ecuador desde 2007, están promoviendo una reforma a la constitución para que él pueda presentarse a elecciones para un nuevo período. El gobernante de Nicaragua, Daniel Ortega, también en el poder desde 2007, ha hecho expulsar a toda la oposición que tenía en el congreso y se presentará pronto a nuevas elecciones junto con su esposa, que se presenta para la vicepresidencia.
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El boliviano Evo Morales, por su parte, sigue presionando desde el poder para que se acepte la reelección indefinida en la presidencia, cargo que ejerce desde 2006. Ni hablar de lo que ocurre en Venezuela, donde Nicolás Maduro, el heredero de Chávez, continúa con el mandato que recibió en 1998 hasta el día de hoy, ni del patético caso de Cuba, donde los hermanos Castro –Fidel y Raúl- disfrutan del poder absoluto desde 1959, nada menos.
En todos estos casos, menos en el de Cuba, los partidos o presidentes actuales se encaramaron en la presidencia gracias a una primera elección que resultó limpia, seduciendo a los electores con sus promesas. Pero luego cambiaron las reglas del juego, modificando la constitución vigente, apoyados en mayorías circunstanciales y en la manipulación del sistema electoral que controlaban, para poder continuar en el poder indefinidamente. Los cubanos ni siquiera tuvieron que hacer eso: con su prepotencia revolucionaria Fidel Castro se burló durante mucho tiempo de la llamada “democracia burguesa” y negó a su pueblo el derecho a elegir a sus gobernantes.
Lo que llama la atención, aparte de estos obvios paralelismos, es que todos esos líderes están emprendiendo un mismo camino, el del socialismo, que Chávez bautizó en su momento como “socialismo del siglo XIX”. Y es verdad: con sus ataques a la propiedad privada, su disposición a ampliar el estado y su intervención constante en la economía, esos gobernantes marchan hacia el sistema socialista. Algunos, como los cubanos, han llegado a los límites del sistema –lo que llamamos comunismo- y los demás siguen sus pasos, emulándolos para llegar al mismo destino. En Cuba y en Venezuela se aprecian claramente ya los resultados de esta política: desabastecimiento, hambre, carencia de productos esenciales y ciudadanos que escapan como pueden de ese falso paraíso en que los obligan a vivir.
El socialismo, desde el punto de vista económico, implica la concentración de todo el poder en manos del estado: se controla el dinero, el cambio con las monedas extranjeras, toda la producción y hasta el consumo. Y ese poder concentrado y cada vez más expansivo se complementa con una semejante orientación política: acoso a la oposición, ruptura de las reglas políticas y, finalmente, el poder recae en manos de una sola persona, con su pequeño grupo de allegados y aduladores. Esto ha sido así desde Lenin y Stalin en la Unión Soviética, con Mao Zedong en China, Ceaucescu en Rumania y Pol Pot en Camboya, para recordar al lector algunos pocos ejemplos bien conocidos. No es muy diferente, entonces, lo que está ocurriendo ahora en nuestras tierras latinoamericanas.
Los gobernantes que mencionamos al comienzo de este artículo siguen el mismo camino, imitando a los caudillos que en otros tiempos tuvimos en la región, pero añadiéndole ahora el componente socialista: quieren el poder absoluto y por tiempo indefinido, pero además controlan la economía y detestan la empresa privada, porque saben que el poder político, cuando se une al económico, resulta prácticamente indestructible.
A diferencia de lo que ocurría en tiempos pasados los caudillos actuales se cuidan mucho de proclamarse como dictadores. Han aprendido que mantener una apariencia democrática les resulta muy útil para confundir a los que son sus súbditos y, sobre todo, para presentarse en la arena internacional como gobernantes legítimos y sostenidos por la voluntad popular. Por eso la lucha contra ellos se ha hecho más difícil y han podido sobrevivir durante tantos años.
El socialismo, en cualquiera de sus variantes, lleva a los pueblos siempre por la misma pendiente: un alejamiento de la economía de mercado que produce primero una disminución del ritmo en que crece la economía y, al final, pobreza y miseria para todos, menos para los dueños del poder; una violación constante de las normas de la democracia liberal que, finalmente, desemboca en la abierta represión y en la dictadura. Los latinoamericanos deberíamos aprender de estas experiencias históricas y presentes para evitar caer en la triste situación que hoy se vive en Cuba y en Venezuela.