Hay tres ángulos desde los cuales se puede reaccionar ante la muerte de Fidel Castro: el diplomático, el político y el de la evaluación histórica. El primero de ellos es propicio para las frases hechas y las condolencias formales que son propias de los discursos oficiales. Como verdaderos mensajes diplomáticos ellos deben evadir, con cuidado, cualquier apreciación de fondo. Ni elogios ni críticas deben estar más que insinuados en el mejor de los casos, pues de otro modo se convierten en mensajes políticos. La mayoría de las reacciones diplomáticas que hemos leído en estos días, sin embargo, no pueden ocultar las preferencias políticas de quienes las han manifestado, y eso resulta comprensible: es difícil no adoptar posiciones políticas ante una figura que, como la de Fidel Castro, tanto intervino en el acontecer mundial durante más de medio siglo.
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Las reacciones políticas han sido, en general, previsibles. La izquierda lo ha alabado sin mesura, mientras que el centro y la derecha lo han criticado, aunque con gran moderación. A muchos comentaristas les ha costado escapar de la trampa propagandística del comunismo cubano, que ensalza los logros del régimen en materia de salud y educación, una falacia que niega por completo la realidad histórica. Cuba estaba entre los países más avanzados de América en esos campos cuando Fidel llegó al poder y, desde entonces, la salud ha retrocedido y la educación se ha convertido en adoctrinamiento sin recato. Hospitales con pisos de tierra y sin las normas mínimas de higiene, aparatos modernos o medicinas avanzadas, ofrecen una salud precaria a la población, mientras que el fallecido comandante contaba con una moderna clínica para su exclusivo disfrute personal. El modelo económico cubano, por otra parte, nunca ha sido auto sostenible: dependió por décadas de la ayuda que aportaban la extinta Unión Soviética y luego la petrolera Venezuela, aunque esta, hoy, es poco lo que puede entregarle.
Llama también la atención que muchas figuras políticas de nuestro continente presuman de democráticas y tolerantes mientras elogian a una persona que se mantuvo en el poder ininterrumpidamente por 47 años. ¿Es eso lo que Michelle Bachelet -para mencionar solo un caso- quiere para Chile? La izquierda latinoamericana y europea, al alabar al régimen cubano y a su creador, al tiempo que critican duramente cualquier intervención militar, exhibe una hipócrita doble moral. Se pone el grito en el cielo si se disuelve por la fuerza una manifestación de izquierda en cualquiera de nuestros países, pero se tolera y se mira para otro lado cuando en Cuba se encarcela a disidentes que solo manifiestan sus opiniones o cuando se mataba sin piedad a quienes cometían el pecado de querer, simplemente, salir de la isla. Una dictadura, aunque se llame revolucionaria, sigue siendo una dictadura, y elogiarla envía un mensaje que nada tiene de democrático.
Es imposible formular ahora, naturalmente, un equilibrado juicio histórico sobre Fidel Castro; todo es muy reciente para apreciarlo con la debida objetividad. Pero, para beneficio del historiador futuro, conviene terminar este artículo con algunos datos de la crónica contemporánea que pondrán a su figura en la justa perspectiva. La revolución que encabezó Castro prometía libertad, prosperidad e igualdad, pero los hechos, tristemente, muestran que nada de eso se logró en la isla. Después de casi 60 años los cubanos viven pobremente, ganan salarios miserables y soportan todavía la cartilla de racionamiento, cruel forma de control que mantiene al borde del hambre a una gran mayoría de ese sufrido pueblo. No se permiten partidos políticos –salvo naturalmente el oficial, el Partido Comunista- ni la discrepancia en público, hay presos políticos y –hasta hace poco- era prohibido salir de Cuba sin permiso. A los cubanos que envía el gobierno al exterior, médicos y entrenadores deportivos se les paga un salario que ellos no reciben sino en mínima parte: el resto va a parar a su gobierno, como verdaderos esclavos del Estado que son.
Desde la Cuba revolucionaria, por otra parte, se alentó durante décadas a guerrillas y grupos terroristas que desestabilizaron a todos los países de América Latina y a varios del África. Castro intervino sin recato en la arena internacional y actuó como un verdadero monarca, pues cuando ya no pudo ejercer el poder por razones de salud, entregó el mando a su hermano, como en las monarquías absolutistas de otros tiempos.
En un discurso, ya histórico, Fidel dijo una vez una recordada frase: “la historia me absolverá”. Yo creo que su tiranía, catastrófica para su patria, Cuba, no será pasada por alto por la historia. Como dijo recientemente Carlos Alberto Montaner, “la historia no lo absolverá”.