El presidente de los Estados Unidos, Donald Trump, ha anunciado que impondrá un arancel del 20% a las mercaderías provenientes de México para financiar el muro que quiere construir entre ambos países. La medida, sin duda alguna, reducirá el comercio entre las dos naciones, pues al encarecer los productos que llegan al mercado del norte su demanda tenderá a bajar: algunos consumidores de Estados Unidos –muchos o pocos según los casos- preferirán comprar productos provenientes de otras partes y no de México, porque estos últimos resultarán más caros, o se abstendrán simplemente de comprar. Acudir a esta medida de proteccionismo económico para impedir las migraciones es una medida conflictiva, que enrarecerá aún más las relaciones entre esos dos países pero que, en el fondo, no servirá para lograr los propósitos de Trump: los mexicanos, en este caso, NO pagarán el muro. Veamos.
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Un arancel es un impuesto a las mercaderías que entran a un país. Ese impuesto no lo paga el producto que se importa, porque los objetos no pagan impuestos, solo las personas lo hacen. ¿Quién pagará entonces? No lo hará el exportador mexicano porque, aunque el arancel reduzca el volumen de sus ventas, ni un solo centavo tendrá que salir de su bolsillo. Quien paga el arancel que se ha cargado a un producto es, desde luego, el consumidor: él paga por lo que compra pero con el añadido del arancel, en este caso el 20% mencionado. Y el consumidor es el estadounidense, no el mexicano. Resulta entonces que el gobierno de Trump está colocando un impuesto al consumidor de su país que compre lo que viene de México, no a los mexicanos. Esta simple lógica nos dice, entonces, que el muro lo van a pagar los estadounidenses.
A pesar de toda la retórica y de la violencia verbal, el presidente Trump, si adopta este camino, no podrá salirse con la suya. No hay forma de que, poniendo un impuesto que pagarán los estadounidenses, los mexicanos tengan que cubrir los gastos del tan mentado muro. Y lo que es peor, si elige el camino del proteccionismo comercial serán los Estados Unidos en su conjunto los que se verán perjudicados en el largo plazo. Porque tener una industria o una agricultura protegida por impuestos no es otra cosa que aislar artificialmente a un país de la competencia internacional, el mayor incentivo que toda empresa productiva tiene. Los latinoamericanos hemos aprendido la lección porque, en su tiempo, tuvimos que sufrir las duras consecuencias de esas políticas.
Así fue cuando, hace medio siglo, se impuso en nuestra región lo que se llamó la política de sustitución de importaciones. Se pretendía que, al encarecer los productos importados, se desarrollaría una industria local y se modernizaría la economía de los países. Pero el resultado fue exactamente el opuesto: bajo la protección de altos aranceles y sin estímulos para competir, la industria de nuestros países languideció, se retrasó tecnológicamente y ofreció a los compradores locales productos de baja calidad, y además caros. El consumidor se vio obligado a gastar más de lo que podría haber hecho si se hubiese permitido la libre importación y, en consecuencia, su nivel de vida bajó. Se favoreció así a unos pocos privilegiados, los dueños y los trabajadores de empresas no competitivas, a costa de bajar el nivel de vida de toda una nación.
Esperamos que los asesores de Donald Trump -y hay algunos de muy alto nivel entre ellos- hagan comprender al presidente de los Estados Unidos que está tomando el camino equivocado: no es reduciendo el comercio con medidas como esta que logrará su propósito de engrandecer otra vez a su país, sino estimulando la competencia en el interior y con el exterior, único modo de que la economía se puede desarrollar en forma vigorosa y creativa. La competencia es el más poderoso aliciente que tenemos todos para mejorar nuestra productividad y, por lo tanto, para ofrecer y poder obtener productos más baratos y a la vez de mejor calidad.