El mundo vive un tiempo de cambios: la salida del Reino Unido de la Comunidad Europea, la elección de Donald Trump y el creciente apoyo popular a la extrema derecha en Europa han creado un ambiente de confusión al que se agregan los cambios que se están operando en América Latina: un viraje electoral que deja atrás la inclinación por la izquierda que se mantuvo por más de una década y escándalos de corrupción que llegan a afectar a presidentes y expresidentes, ahora sentados en el banquillo de los acusados. Es difícil entender qué está ocurriendo y dar un sentido a acontecimientos tan diversos, que se suceden con velocidad y que ponen en duda las certezas que tuvimos durante bastante tiempo.
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Algunos piensan que existe un renacimiento del fascismo, de ese fascismo que surgió en Italia hace casi un siglo –en 1922 para ser más exactos. Varios son los indicios que apuntan en este sentido: el creciente nacionalismo que llega, en algunos casos, a proponer el abandono del libre comercio, el lenguaje poco mesurado de varios líderes, la xenofobia que vuelve a aparecer con distintas caras y matices. Pero todo esto, impactante como es, no me parece suficiente como para que hablemos de fascismo.
Para entender al fascismo original y los cambios de hoy es necesario entender contra qué ideología reaccionaba ese movimiento y contra quienes dirigen sus dardos los nacionalistas de hoy. Mussolini, en la agitada Italia posterior a la Primera Guerra Mundial, concibió una respuesta al comunismo que, pujante, trataba de proyectarse entonces con violencia en la arena internacional. Pero no volvió al liberalismo que dominaba la escena antes de la guerra, sino que articuló una respuesta socialista y a la vez nacionalista, totalitaria y opuesta por eso a la democracia liberal. Los nacionalistas de hoy no reaccionan ante el comunismo, que ya hace tiempo dejó de ser una amenaza mundial, sino contra esa especie de consenso político que domina aún el mundo desde la Segunda Guerra Mundial. Equivocado, sin embargo, sería decir que ese consenso es liberal, como pretenden algunos: es, a mi juicio, el consenso de la socialdemocracia y del estado de bienestar, al que hay que agregar elementos nuevos, surgidos en las últimas décadas, como el ecologismo radical por ejemplo.
Porque el mundo en que vivimos no es liberal, aunque aparente serlo. Es un mundo en el que se da al Estado un papel tan importante como nunca en la historia. Los liberales de otros tiempos querían una educación básica para todos, pero no este monstruo burocrático y jerarquizado en el que se ha convertido la enseñanza moderna. Querían un acceso amplio a la salud, pero no esta red de instituciones estatales que cada día funcionan peor, ni la vigilancia que el gobierno ejerce sobre nosotros, controlando hasta la cantidad de sal o de azúcar que injerimos o prohibiendo toda clase de drogas. Querían proteger los derechos de todos, pero no hacer de esos derechos, que por definición son humanos, una cacería de quienes -por razón de sus funciones- deben velar por el orden y la seguridad. Los liberales, debo añadir, queremos un Estado que vele por nuestra seguridad, claro está, pero no una nodriza que se come la mitad de lo que produce la sociedad, que nos aplasta con sus impuestos y que nos dice cómo debemos tratar y educar a nuestros hijos. El mundo en que vivimos, para resumir, es el mundo de la perversión del liberalismo, no un mundo liberal.
Contra esta perversión, contra el predominio solapado de una izquierda que se enmascara como ecologista, feminista o defensora de los derechos humanos, es que han reaccionado Trump y los representantes de la nueva derecha que hoy se expande en Europa. Pero no porque sean liberales, por supuesto, sino porque se han cansado de los abusos y de la insensatez que nos gobierna, de la defensa de la izquierda y de la pérdida de valores que deja indefensa a la civilización. La situación actual, por eso, es sumamente confusa.
No podemos, los liberales, aceptar que se pongan barreras al comercio o volver al escenario de los rugientes nacionalismos que llevaron a las dos monstruosas guerras mundiales que ensombrecieron el siglo pasado. Pero no debemos, pienso yo, defender el orden actual, tan alejado como está de nuestros principios. Se impone mantener el vigor y la agudeza de la crítica, pero no solo contra esa nueva derecha que surge ahora con ímpetu, sino también contra un orden al que no tiene sentido regresar. Se trata, sin duda, de una tarea difícil; pero es necesario llevarla a cabo porque hay que crear alternativas que vayan más allá del inmenso poder de los gobiernos actuales pero preservando las libertades que aún tenemos y que tanto costó conseguir.