Un enorme alboroto mediático se ha creado alrededor de la decisión del presidente de Estados Unidos, Donald Trump, de abandonar el Acuerdo de París. Este acuerdo, que establece compromisos para enfrentar el llamado “cambio climático”, ha sido recusado por el norteamericano porque su gobierno ha considerado que contradice los intereses de su país.
La decisión, en ese sentido, es totalmente legítima; también lo son, en principio, las reacciones adversas de los otros países que han firmado el acuerdo, aludiendo también a lo que son sus intereses. Pero lo que me parece totalmente fuera de lugar es la reacción de quienes, adversando en todo a Trump, están indignados porque piensan que el planeta está condenado si los Estados Unidos no cumplen con lo que en el acuerdo se establece.
Su reacción, como la de muchos ecologistas actuales, cabe dentro de lo que podríamos llamar el catastrofismo, la idea de que, si no se hace esto o aquello, la humanidad está condenada a perecer. Vale la pena, en ese sentido, recordar uno de los muchos antecedentes históricos que muestran lo errado de las previsiones catastróficas que se han hecho.
En 1972, el llamado Club de Roma publicó un informe llamado: Los Límites del Crecimiento, un texto muy difundido que en su momento causó profunda impresión en el público. En ese libro se pronosticaba un futuro negro para la humanidad: el agotamiento de los recursos naturales produciría, según sus autores, una era de catástrofes naturales, hambrunas y guerras cuando se aproximara el fin del siglo XX. Pero el siglo terminó, ya estamos transitando casi dos décadas del siguiente, y nada de eso ha ocurrido. El catastrofismo evidente de los autores los llevó a hacer predicciones que nunca se cumplieron y están aún hoy muy lejos de hacerse realidad.
El error conceptual del Club de Roma, como el de los catastrofistas que les han seguido y los emulan hasta el día de hoy, es asumir que todas las variables importantes seguirán manteniendo sus tendencias actuales al mismo ritmo que en el momento en que hacen su estudio. Por supuesto, si la población hubiese seguido creciendo al ritmo en que lo hacía hace 50 años hoy tendríamos 10,661 millones de habitantes en el planeta, no los 7,500 que existen.
Si el rendimiento de los motores que usan los automóviles fuese el mismo que en esa época las reservas de petróleo hubieran disminuido aceleradamente, pero en la práctica no lo han hecho: hoy hay muchos más automóviles que entonces, pero su consumo de derivados del petróleo es comparativamente mucho menor. Los autores del informe mencionado tampoco previeron la existencia de la llamada “revolución verde”, que ha hecho incrementar la producción agrícola de modo que, en la actualidad, se pueden alimentar a miles de millones de personas más que en su época.
Algo similar ocurre con el mal llamado cambio climático. Se hablaba hasta hace poco tiempo de un calentamiento global, aunque ahora casi todos los involucrados en el tema se han decidido a utilizar esa nueva expresión, que a mi juicio carece de sentido y tiene muy poco de científica. Porque el clima –lo sabe quien tenga mínimos conocimientos sobre el tema- cambia constantemente y lo ha hecho así desde que comenzó a existir nuestro planeta, hace millones de años.
Son muy diversos los factores que inciden en el clima: los diversos movimientos de la Tierra –que no son solo los dos de los que hablan los libros escolares- la actividad del sol, las fluctuaciones del campo magnético, la deriva de los continentes, los intercambios químicos que hacen los seres vivos, entre otros.
Ha habido épocas en que la temperatura ha bajado o ha subido en bastante mayor medida en que lo ha hecho en el último siglo, y la concentración del dióxido de carbono y otros gases ha sido mucho mayor que la actual en el período terciario. La Tierra ha tenido terribles edades de hielo y también períodos de mayor temperatura, si nuestra mirada se extiende lo suficiente hacia atrás, hacia las pasadas eras geológicas. Pero, como es obvio, no se ha desatado en ningún momento el temido efecto invernadero con el que tratan de llevarnos a tomar drásticas medidas los catastrofistas de hoy.
Pedir que se cambien radicalmente las políticas económicas, que se suspenda el crecimiento y que el Estado asuma en todas partes la tarea de regular lo que se produce es, en pocas palabras, una total irresponsabilidad. Es condenar a miles de millones de seres a la pobreza y, de paso, mantener las desigualdades económicas que existen entre las naciones. Y, para colmo, no es siquiera una garantía de que la Tierra vaya a comportarse como lo quieren los catastrofistas del siglo XXI. Es siempre dañino y muy peligroso para la verdad politizar las discusiones científicas.