El gobierno socialista de Venezuela, que dirige Nicolás Maduro como heredero de Chávez, obtuvo una importante victoria en las elecciones para gobernadores del pasado domingo 15 de octubre: con 18 de las 23 gobernaciones en juego, incluyendo algunas de las más importantes, los chavistas bien pueden darse por satisfechos, pues han desbaratado las esperanzas de una oposición que pronosticaba una aplastante victoria para sí. La escasez, la terrible inflación, la falta de medicinas y de otros productos esenciales hacían que sonaran lógicas estas promesas de triunfo, pues parecía probable que una ciudadanía desesperada y empobrecida expresase en las urnas su rechazo al gobierno. Nada esto sucedió, sin embargo, al menos según los datos oficiales. Por eso reina el desconcierto y la confusión entre los partidos de la MUD, la Mesa de la Unidad Democrática, que se proclama como la única oposición ante la dictadura de Maduro.
Tres son las razones que explican esta indudable victoria del gobierno: el fraude, la abstención y la migración. El fraude, sin duda, ha sido como siempre un factor de suma importancia: sin ninguna auditoría externa que controle lo acontecido, sin un conteo manual de los votos y ejerciendo sin recato todo tipo de presiones y de amenazas, el gobierno ha podido, como en muchas otras ocasiones, modificar los resultados electorales para dar una imagen de aceptación y de fuerte respaldo político. Ha habido fraude, sin duda, pero este factor no resulta suficiente para explicar lo sucedido.
La migración, también, se ha hecho ahora un factor de suma importancia en los procesos electorales venezolanos. Con un millón y medio de ciudadanos que han abandonado su tierra, como perseguidos políticos o como simples emigrantes que buscan un futuro mejor, el padrón electoral ha quedado fuertemente desbalanceado. Cabe suponer, sin forzar demasiado la imaginación, que la mayoría de esos emigrantes son personas decididamente opuestas al gobierno y que en ningún caso votarían a su favor. Ya han votado, como suele decirse, pero “con sus pies”, huyendo de lo que consideran una vida sin esperanzas ni futuro. El país, claro está, ha perdido sus votos, lo que facilita por otra parte el fraude y las victorias del gobierno.
Pero la causa que más directamente explica esta debacle de la MUD no es otra que la abstención. En el momento más intenso de las protestas que comenzaron en abril pasado, cuando el gobierno parecía ya arrinconado y desgastado por tener que ejercer una represión sin límites, algunos dirigentes de la oposición llamaron a detener las protestas y transitar, una vez más, el camino electoral. Tal como sucedió el año pasado, cuando de modo subrepticio se iniciaron conversaciones con el gobierno en momentos en que la calle estaba más encendida, en julio pasado volvió a suceder lo mismo: se paralizó el proceso de lucha atendiendo a los llamados de un gobierno que, hasta hacía poco, la MUD misma calificaba de dictatorial. “No se pueden regalar espacios políticos”, dijeron algunos, y entonces se le quitó todo respaldo a una protesta que, hasta ese momento, había dejado el trágico saldo de más de 100 muertos y miles de detenidos y torturados, de jóvenes que en las calles salieron desarmados a enfrentarse a las tanquetas, los perdigones y las bombas lacrimógenas.
Las coincidencias, por eso, son demasiadas: cada vez que el gobierno se debilita, la MUD detiene sus protestas e inicia un camino que solo puede conducir al fracaso. Por eso, María Corina Machado, una de las pocas líderes opositoras que no se subordina a la MUD, ha dicho después de las elecciones: “Es hora de asumir la responsabilidad y rendirle cuentas al país”, y ha expresado, como el propio Secretario General de la OEA, Luis Almagro, que la oposición ha sido parte del fraude al haber participado en estas elecciones. María Corina ha concluido: “No existe una salida por la vía electoral mientras el Consejo Nacional Electoral esté controlado por este régimen”.
La mayoría de la población, desanimada y decepcionada por sus propios líderes, no parece estar por ahora dispuesta a ningún tipo de lucha. Es comprensible: de nada vale morir en las calles o afrontar la cárcel si luego unos líderes insensatos van a inclinarse ante los dictadores.
Tiempos de dictadura y de hambre son los que padece Venezuela y los que afrontará en el próximo futuro. Y esto, por cierto, no es para sorprenderse: a eso lleva siempre el camino del socialismo, por más que se inicie con fantásticas promesas.