Más allá del castigo: un cambio de mentalidad.
Un juez argentino ha dictado prisión preventiva contra la expresidente Cristina Fernández de Kirchner. Se la acusa de complicidad con el Gobierno iraní con el fin de proteger a los responsables del horroroso atentado de 1994 contra la AMIA (Asociación Mutual Israelita Argentina) en el que murieron 85 personas. A la viuda de Néstor Kirchner —quien también fue presidente de la Argentina— se le siguen además varias causas por la extendida corrupción que existió durante su Gobierno. Si el Senado de la república vota, en enero, por quitarle la inmunidad que tiene por su condición de senadora, tendrá que ir a la cárcel, donde la esperan varios altos funcionarios de su Gobierno.
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Todo parece indicar que Cristina Fernández terminará en prisión, tal vez por largos años. Son demasiadas las pruebas contra ella como para que pueda ser declarada inocente y, ya fuera del poder, no tendrá recursos para desviar las acusaciones que pesan en su contra. Recordemos que el fiscal Nisman, quien investigaba el caso de su complicidad con los iraníes, fue encontrado muerto en su apartamento en oscuras circunstancias, justo un día antes de comparecer ante los tribunales para exponer las pruebas que tenía contra la expresidenta.
La justicia, al parecer, llegará por fin: se castigará a quien abusó del poder sin recato y encabezó un Gobierno que fue realmente nefasto. Pero la satisfacción que puede producir este hecho no debe ocultar que los desmanes que tuvieron que soportar los argentinos no solo fueron la corrupción y la complicidad con el terrorismo internacional, sino, también, que, en esos doce años en que gobernó el matrimonio Kirchner, se aplicó una política económica destructiva, se atentó contra la libertad de prensa, se coaccionó al poder judicial y se trató de fomentar un perverso antagonismo entre diferentes sectores de la población.
Por eso me atrevo a afirmar que de poco servirá que la señora Kirchner sea condenada y vaya a prisión si no se atacan las raíces de los males que produjo su Gobierno, si no se reflexiona sobre el apoyo que recibió durante buena parte de su gestión y se condena también, no a la persona, sino a las políticas que llevó a cabo.
Durante el kirchnerismo se aumentaron los impuestos, se prohibió —aunque parezca increíble— la exportación de las famosas carnes argentinas y se impuso un control sobre las transacciones en moneda extranjera que fue aislando progresivamente al país. Los subsidios crecieron en forma desmedida y se usaron para consolidar una base política de apoyo al régimen, aumentando el gasto público de un modo insostenible y alimentando una inflación que estalló poco después de su caída. Que una organización llamada “La Cámpora” ejerció un poder político, y a veces hasta policial, más allá de la ley sin control alguno, que se atacó a los medios de comunicación, que se trató de cambiar la verdad histórica y se puso en altos cargos a los guerrilleros urbanos que aterrorizaron al país en los años setenta del siglo pasado. La justicia se politizó y, en el plano internacional el Gobierno se alió con los países que abrazaron el llamado “socialismo del siglo XXI”. Argentina, durante esos doce años de triste recuerdo, se iba encaminando, paso a paso, hacia la terrible realidad que hoy soporta Venezuela, despreciando la propiedad privada y fomentando un control estatal completo sobre la vida económica y política del país.
Los argentinos, sin embargo, lograron terminar con ese futuro de pesadilla a través de las elecciones de 2015 y tienen ahora un Gobierno de diferente orientación. Pero esto no es suficiente, hace falta algo más: es necesario que los políticos comprendan que el camino del populismo, que cuando es de izquierda es la antesala del socialismo, lleva a consecuencias catastróficos.
No se trata solo de castigar a algunos personajes que con su soberbia y su falta de escrúpulos pusieron en entredicho el futuro del país, sino de analizar y criticar sus políticas económicas y sociales, de restablecer el Estado de derecho, de acabar con la politización de la justicia y la prepotencia política. En una palabra, de restablecer los fueros de la sociedad frente a la omnipotencia del Estado, lo que significa reducir su tamaño y eliminar varias de sus funciones, de dejar de ahogar a la población con sus impuestos y su terrorismo fiscal, de reducir el endeudamiento insoportable de una Argentina que, hoy, tiene un triste historial en lo que respecta a sus compromisos financieros internacionales.
Algo de esto se está haciendo, no lo niego, y mucho me alegra. Pero solo la continuidad de un nuevo estilo de Gobierno y el desmantelamiento de las políticas del kirchnerismo podrán abrir el horizonte al destino que la Argentina se merece.