Creo que mis lectores convendrán conmigo en que algo falla en nuestras democracias… no solo algo, sino mucho en verdad. Y no me refiero a los países que han abandonado por completo lo que vagamente llamamos democracia –Venezuela y Cuba- sino al resto, al grupo mayor, al que tiene gobiernos elegidos en comicios limpios, un congreso plural en funciones y un poder judicial independiente.
En estos países se eligen diputados al congreso de un modo libre, pero en la práctica no nos sentimos representados por quienes en teoría son representantes nuestros. Ellos elaboran leyes siempre complicadas y generalmente poco útiles y a veces hasta arbitrarias. Muchos poseen un nivel cultural muy bajo, se comprometen en actos de corrupción o venden sencillamente sus votos. Los partidos que los eligen, por otra parte, están alejados de los votantes, viven en el mundo enrarecido de una política que el ciudadano corriente no comprende y en la que no participa. Vanos han sido los intentos para que esto cambie controlando sus finanzas u obligándolos a que sean más democráticos internamente.
El poder judicial tampoco funciona bien: sobran los jueces politizados, que castigan o no a los acusados según sus orientaciones ideológicas, favoreciendo causas políticas o respondiendo dócilmente a variadas presiones. Otros, para completar el cuadro, se venden directamente al mejor postor. No todo el sistema judicial funciona así, afortunadamente, pero la justicia que tenemos, en el mejor de los casos, es lenta y poco confiable.
Pero el ejecutivo, sin duda, es el mayor problema. Nuestros gobiernos se dedican a mil tareas diferentes, tienen infinidad de agencias y dependencias cuyas funciones generalmente se solapan y piden cada año un mayor presupuesto. La educación y la salud pública son cada vez peores. Los impuestos suben, los organismos encargados de recaudarlos asumen posturas que respetan en poco al ciudadano, lo que ha llevado a que pueda hablarse, en no pocos casos, de “terrorismo fiscal”. Pero ni esto alcanza: crecen sin pausa las deudas de todos los gobiernos de la región, generando un costo financiero que tendrán que pagar futuras generaciones.
El panorama no es bueno, aunque -quiero aclararlo antes de que se me interprete mal- no resulta realmente catastrófico. Hay muchas cosas buenas en nuestros países que no debemos pasar por alto: el ambiente de relativa libertad, una economía que crece aunque sea lentamente, el respeto –con reservas- a las constituciones vigentes. Pero el distanciamiento entre el ciudadano de a pie y el Estado es potencialmente muy peligroso porque, en ciertas circunstancias, puede derivar en catástrofes como las que vive Venezuela o en sistemas autoritarios como el que padece Nicaragua.
No es fácil dar una respuesta a los problemas que he mencionado en estas líneas y, muy probablemente, la solución vendrá de a poco, a lo largo del tiempo. Pero es decisivo, me parece, hacer esta descarnada evaluación y proponer algunos lineamientos acerca de lo que podría ser una solución.
Un punto central, en este sentido, es reorientar las funciones del Estado y definir nuevamente cuál debe ser el papel de esa institución en el seno de la sociedad. Es preciso recordar, ante todo, que el Estado lo conforman y dirigen hombres, hombres como todos, sujetos a las pasiones y los intereses que a todos nos guían. No podemos pedirles, por eso, algo que esté más allá de lo que naturalmente pueden hacer: los Gobiernos deben cumplir las funciones que son capaces de realizar con mayor efectividad, pero no pueden resolver todos los problemas de la sociedad. Por eso la primera recomendación es volver a concentrar a los Estados en sus funciones específicas: preservar el orden y la seguridad. Los gobiernos han sido incapaces de “promover el desarrollo económico”, “crear empleo”, proteger a la niñez y educar a los jóvenes. No sirven para eso ni deberíamos pedirles que nos ofrezcan lo que no pueden dar, o dan solo casi como una caricatura. Recortando las funciones del Estado su funcionamiento sería mucho más barato, se tendrían que cobrar menos impuestos y, de este modo, se daría un impulso gigantesco a la economía.
Con respecto a la representación política de los ciudadanos hay que reconocer, por otra parte, que los modelos que seguimos hoy fueron creados hace más de dos siglos y que, debido al inmenso cambio que han sufrido nuestras sociedades en ese lapso, resultan desactualizados e inoperantes. Se debería pensar en nuevas formas para que la ciudadanía pueda expresarse y movilizarse, para aprovechar lo que hoy las nuevas tecnologías nos ofrecen. Ya muchos movimientos civiles se han desarrollado –y hasta han triunfado- apelando a formas de comunicación y de expresión no tradicionales, rompiendo el monopolio político que tienen los partidos.
El tema, por lo complejo y novedoso, no puede ser desarrollado con más profundidad en este artículo. Pero lanzo el punto a la reflexión porque de estos cambios depende, en gran medida, el progreso de nuestras sociedades.