Nicaragua vive hoy una tragedia. Daniel Ortega y su esposa se resisten por todos los medios a abandonar el gobierno, ante protestas y manifestaciones de repudio que son brutalmente reprimidas por la policía y por los grupos paramilitares que ellos han organizado desde el poder.
Trescientos muertos y varios miles de heridos ha dejado ya una represión despiadada que nada respeta, que arremete contra la Iglesia y contra los estudiantes, que espera que la gente retroceda y se someta ante su altanero y discrecional ejercicio del poder.
Y el caso de Nicaragua no es único. Venezuela vive también bajo una dictadura implacable que no retrocede ante nada, una tiranía que ha llevado al país a la hiperinflación, el hambre y la miseria. En este caso el drama no es ya solo político: se ha convertido desde hace meses en una tragedia humanitaria. No está de más recordar que Cuba languidece desde hace décadas soportando el totalitarismo comunista, mientras que Hugo Morales, en Bolivia, aspira a seguir el camino de estos sórdidos ejemplos.
Ante esta brutal realidad no parece haber una respuesta contundente, eficaz, que tenga la posibilidad de revertir la situación. Ni en el medio interno ni en el internacional, afloran acciones capaces de acabar con regímenes que se han consolidado en el poder y no respetan las mínimas normas de la convivencia civilizada.
La oposición en Venezuela –aparte de algunas figuras aisladas- ha dejado prácticamente de existir. En Nicaragua la situación es diferente, pero se carece también allí de un liderazgo bien estructurado y la población corre el riesgo de desgastarse en protestas y manifestaciones que no obtengan el resultado concreto que buscan, que no es otro que la terminación de la dictadura.
Las presiones y las sanciones internacionales son valiosas, no cabe duda, pero no son capaces de provocar cambios sustantivos. No conocemos ejemplos de que, por medio de ellas, se haya podido producir el fin de algún régimen tiránico y despiadado; el caso del Iraq de Saddam Hussein viene a nuestra memoria, recordándonos que solo una invasión extranjera pudo sacar a ese sátrapa del poder.
Por eso el título de estas líneas, porque siento auténtica impotencia ante el drama que, con horror, se va desenvolviendo ante nuestros ojos en varios escenarios latinoamericanos. De nada sirven, o de muy poco, las conversaciones y los diálogos que usan los dictadores solo para ganar tiempo, de nada sirven las declaraciones, las protestas, las quejas y las denuncias, si no van acompañadas de medidas y de acciones efectivas.
Porque a los dictadores poco les importa lo que se diga de ellos: saben que, una vez fuera del poder, no serán ya nada y posiblemente sean juzgados del modo más duro y justiciero. Por eso se aferran con desesperación a sus posiciones de mando. Solo por la fuerza pueden terminar estos sistemas, enquistados ya de tal manera que no reconocen ninguna presión pacífica o legal.
Pero la fuerza, me pregunto: ¿qué significa en la práctica? Se ha hablado en los últimos tiempos de golpes de Estado y hasta de invasiones internacionales, aunque nada se ha concretado en este sentido. Pero la dura realidad es que esas son las soluciones reales a este tipo de crisis, nos gusten o no.
Dos observaciones cabe hacer a este respecto: la primera es que debemos reconocer que las medidas de fuerza son moralmente justificables, ante la ineficacia de los medios pacíficos y la prolongación inhumana de los sacrificios de la población; no deberíamos permanecer de brazos cruzados ante situaciones que tan de cerca nos afectan.
La segunda es que debemos reconocer las peligrosas derivaciones que pueden tener estas acciones, pues cuando se inicia la violencia generalizada los resultados suelen ser impredecibles. Pueden darse resultados positivos, como cuando Panamá logró así deshacerse de la dictadura de Noriega y se encaminó hacia un destino de prosperidad, a pesar de la mucha sangre vertida. Pero otros casos no son tan alentadores, como el mencionado de Iraq o el de varias invasiones que se produjeron hace cosa de un siglo en nuestra misma región.
A pesar de los riesgos, a pesar de la incertidumbre sobre los resultados que pueden derivarse del uso de la fuerza, deberíamos pensar con frialdad y aceptar, de una vez, la dura realidad que enfrenta nuestra región. No es posible seguir engañándonos a nosotros mismos. Algo hay que hacer y todos tenemos la obligación de asumir la realidad tal cual es, por más desagradable que sea. De otro modo triunfarán la barbarie y la miseria, y lo harán por muchos años.