Desde hace unas dos décadas, pero con mucha más intensidad en estos últimos años, el mundo está presenciando el ascenso de una nueva derecha, de una nueva forma de oponerse a la ideología socialista que ha dominado casi sin oposición durante más de medio siglo en buena parte del planeta.
No se trata de la derecha conservadora de otros tiempos, ni del fascismo que tanto se extendió en el mundo entre la primera y la segunda guerra mundial del pasado siglo como respuesta al comunismo. Es algo en buena medida diferente, aunque tiene notables similitudes con esas dos corrientes ideológicas, que muchos consideraban ya superadas para siempre.
Esta nueva derecha se alza en Europa contra la descontrolada inmigración que han recibido muchos países de ese continente, en el marco de estados de bienestar que la hacen insostenible; es nacionalista, generalmente ambigua ante el libre comercio, tradicionalista y religiosa en muchos casos.
Es significativa en Francia, desde los tiempos de Le Pen, pero ahora tiene fuerte presencia también en muchos otros países europeos: en la Suecia que fue paradigma para los socialistas durante casi un siglo, en Hungría, Polonia, Italia, Holanda, Austria y varias naciones más.
Se expresa en el aislacionismo de los ingleses que se apartaron con el Brexit de la Comunidad Europea y tiene tal vez su máxima expresión en Donald Trump, el presidente norteamericano que conmueve al mundo con sus francas y a veces brutales actitudes, aunque Putin no es del todo ajeno, tampoco, a esta corriente.
Nuestra región, a diferencia de Europa y los Estados Unidos, no ha recibido grandes contingentes de inmigrantes, por lo que aquí este giro hacia la derecha ha asumido contornos diferentes. En nuestras tierras, antes que nada, el enemigo es la izquierda, una izquierda que ha abusado de la apertura democrática que se registró en América Latina a finales del siglo XX.
Aprovechando la lucha contra las dictaduras que en otro tiempo tuvimos, y enarbolando la bandera de los derechos humanos, la izquierda latinoamericana ha concentrado sus esfuerzos en controlar el poder judicial para politizarlo.
Así ha perseguido de modo implacable a quienes lucharon contra las guerrillas que promovió el régimen cubano durante varias décadas, como si esos insurgentes hubieran sido blancas palomas que con inocencia luchaban por un mundo mejor y no grupos armados que cometían acciones violentas, a veces aterradoras.
Cientos de militares y policías están presos hoy por haber combatido a quienes se alzaban en armas contra las instituciones republicanas, mientras que los líderes de esos grupos armados gozan de poder e incluso de prestigio.
La izquierda latinoamericana, además, ha organizado grupos de protesta que impiden la circulación de los ciudadanos cortando rutas y carreteras, oponiéndose a toda clase de actividades mineras y proyectos de crear plantas hidroeléctricas, bloqueando nuevas inversiones y demandando con agresividad que pasen al estado empresas de importancia.
Se ha alineado además con la llamada agenda global, promoviendo un feminismo radical, una agenda de género por completo ajena a nuestras realidades y un ecologismo extremo que se traduce, en definitiva, en un estancamiento de la economía. Su máxima expresión es la fracasada Venezuela del chavismo, la represiva Nicaragua de Daniel Ortega y el aprendiz dictador boliviano Evo Morales.
Contra todo esto se ha levantado una nueva derecha que, hoy, irrumpe en Brasil con Jair Bolsonaro, un candidato que en estos momentos puntea en las encuestas para las elecciones generales del próximo 7 de octubre.
Bolsonaro es machista, defiende el pasado régimen militar y hace declaraciones políticamente incorrectas, que espantan a buena parte de la población, pero que entusiasman al amplio grupo que quiere terminar con el oprobioso reinado de la izquierda, que allí en Brasil está representado por el expresidente Lula, hoy en la cárcel condenado por corrupción.
Esa no es la derecha que los liberales queremos, claro está, pero es la derecha que existe, la que emerge con fuerza y suscita apoyos políticos amplios, la que de verdad parece conmover a un electorado que ya no acepta medias tintas o protestas tibias. Que quiere enfrentar de modo decidido a los sindicatos y organizaciones no gubernamentales que abusan de su derecho a la protesta, que quiere crecimiento económico, paz y una justicia que no se utilice como arma de venganza.
Los que luchamos por la libertad, por todo esto, deberíamos tener claro que no podemos permanecer pasivos ante la polarización que avanza en nuestras sociedades. Que tenemos que luchar contra experimentos brutales como el de Venezuela o el de Nicaragua, que debemos definirnos como parte de la derecha, pero sin dejarnos arrastrar por posiciones fascistas o conservadoras, tan contrarias a nuestras ideas.
El momento es crucial, no solo en Brasil sino en toda la región. Una oposición firme a la izquierda totalitaria se impone como actitud política que nos permitirá crear una base sólida de apoyo para quienes queremos mantener y ampliar las libertades que tenemos.