La democracia representativa, tal como ha funcionado y se ha ido desarrollando en el último siglo y medio, parece encontrar ahora serios obstáculos y enfrentar problemas severos y complejos.
Los partidos políticos tradicionales han perdido el ascendiente que en otros tiempos tenían, los congresos o parlamentos poseen cada vez menos representatividad, la gente en general percibe a los políticos como una banda de corruptos que solo aspira al poder para enriquecerse desde allí.
La idea de soberanía popular exige algún tipo de sistema democrático, donde la ciudadanía pueda expresarse libremente, pero también se necesita orden y eficacia en la gestión pública. Estas metas parecen cada vez más lejanas y difíciles de alcanzar.
Las democracias actuales son muy imperfectas, no cabe duda, pero la solución no puede ser volver hacia las monarquías de antaño o aceptar dictaduras que vulneren los derechos individuales; nadie, hoy, aceptaría este retorno hacia el pasado. Nuestros sistemas deben reformarse, y a fondo, aunque eso no debería hacerse por vías revolucionarias: la historia muestra los inmensos costos humanos de las revoluciones y lo poco que, en definitiva, queda de ellas como saldo.
Pienso que, si miramos hacia el pasado, podemos encontrar sin embargo algunas experiencias que pueden ayudarnos a mejorar los sistemas vigentes. Los soviets y el juicio de residencia son dos ejemplos que pueden sugerirnos interesantes cambios. No se alarme el lector, no me he convertido en bolchevique ni en colonialista, sigo siendo un liberal, en el sentido clásico y pleno de la palabra. Pero estas dos instituciones podrían, con ingenio, adaptarse para aportarnos algunos cambios útiles para el momento actual.
Los soviets fueron creados en 1905, durante la primera revolución rusa. No eran otra cosa que consejos, asambleas de delegados populares que suplían la carencia completa de representatividad que existía bajo la autocracia zarista. Luego, en 1917, con un carácter definidamente clasista, fueron propuestos por Lenin como columna vertebral de un nuevo estado, la “dictadura del proletariado”. Fue, para los comunistas, muy fácil manipularlos y controlarlos, de modo que en pocos años se convirtieron en un fantasma de lo que habían sido.
Pero los soviets tenían una característica peculiar, que es la que quiero destacar en estas líneas: los diputados a estos consejos tenían un mandato revocable en todo momento por sus electores. ¿Por qué no adaptarla ahora a los congresos nacionales, que a veces son una vergonzosa muestra de ineptitud y corrupción? Podría, pienso yo, evitarse que algunos diputados permanezcan indefinidamente en sus puestos y, de paso, se los sometería a un control permanente.
Los actuales medios digitales deberían usarse como forma de hacer ágil la discusión pública y la recusación de los electores. Claro está, esta propuesta debe reglamentarse con cuidado, pues este tipo de revocación “inmediata”, puede ser muy fácil de manipular, como los comunistas demostraron en su hora.
El Juicio de Residencia, por otra parte, era una sabia institución que tenía la corona española en tiempos de la colonia. El rey, a través del Consejo de Indias, nombraba los virreyes, que al establecerse en América se convertían en algo muy semejante a monarcas absolutos: gozaban de plenos poderes y no existía ningún parlamento o asamblea capaz de controlarlos. Pero, al final, cuando se terminaba su gestión, todos, sin excepción, eran sometidos a este juicio. Cualquiera, entonces, podía demandarlos y, si las pruebas eran suficientes, ser condenados a diversas penas; no fueron pocos los que terminaron así con sus huesos en la cárcel.
Esta modalidad de control podría adaptarse, con ciertas modificaciones, a los regímenes presidencialistas actuales. Los mandatarios podrían gozar de inmunidad durante su período de gobierno pero luego, al terminarlo -y ya sin el poder que les da su cargo- tendrían que someterse a un examen exhaustivo de su gestión. No habría excepciones.
El problema, claro está, sería garantizar la imparcialidad del tribunal que los juzgara, punto clave en esta iniciativa. Pero no sería imposible encontrar algún mecanismo que nos acercara hacia esa meta, a la que no resulta fácil acercarse –tampoco- con el sistema actual.
Las que propongo, en todo caso, son meras ideas generales, que deberían afinarse y pasar por el tamiz de la discusión pública y del análisis jurídico. Mi interés es abrir un debate que nos aparte del callejón sin salida en que creo que estamos. Hay que pensar con creatividad para alejar los peligros que hoy nos amenazan, porque un sistema en el que pocos creen es el caldo de cultivo que puede llevar a nefastos experimentos revolucionarios o a tiranías de nuevo cuño.