Pasan los días y pronto se habrá cumplido un mes desde que Juan Guaidó –con amplio apoyo- juró como presidente provisional de Venezuela…y poco ha cambiado. La situación es insólita, realmente novedosa, porque hay dos gobernantes que conviven sin que se haya desatado una guerra civil. Por un lado está Guaidó, que representa la oposición venezolana y tiene un programa claro: renovar los organismos gubernamentales, llamar a elecciones limpias y dejar entrar al país la ayuda humanitaria que tanto necesita. Por otra parte está Nicolás Maduro, que tiene el control de las Fuerzas Armadas y de los grupos paramilitares que apoyan al régimen tiránico que encabeza. Guaidó no tiene fuerza militar que lo proteja, pero Maduro no persigue ni ataca a Guaidó. ¿Conviven? De hecho, sí.
La crisis podría resolverse rápidamente si Maduro aceptase abandonar el poder o si las Fuerzas Armadas dejaran de apoyarlo. El dictador, en este caso, sería depuesto y se vería obligado a exiliarse o a afrontar la cárcel. Pero es obvio que Maduro se aferra al poder con todas sus fuerzas y que no va a renunciar; no ha cometido infinitas brutalidades y excesos para que ahora decida retirarse tranquilamente. Sobre las fuerzas armadas poco se sabe: existe malestar en los mandos medios y en la tropa, de seguro, pero, salvo casos aislados, el ejército se ha mantenido leal a Maduro esperando que él siga detentando el mando. Diría yo que están a la expectativa, a la espera de lo que pueda suceder, sin precipitarse para nada a cambiar de bando.
El entorno internacional es favorable, claramente, al fin de la dictadura. Son más de 50 países los querespaldan a Guaidó y se han impuesto duras sanciones financieras y legales a Maduro, sus allegados y la empresa petrolera estatal, PDVSA. Estas sanciones, si bien perjudican al régimen, no parecen suficientes sin embargo para acabar con su existencia. Los comunistas han aprendido a sobrevivir a sanciones aún más fuertes, como lo muestran los casos de Cuba y Corea del Norte. Para desalojar a Maduro y sus secuaces haría falta algo más, y todos sabemos de qué se trata: la acción armada.
Pero nadie da el primer paso, nadie quiere arriesgarse a ser condenado o criticado por iniciar una acción militar capaz de acabar con la crisis. Ningún país se atreve a tomar la iniciativa en el plano militar porque cada uno tiene fuertes razones para no precipitarse.
Esta conducta es comprensible: una invasión al país sudamericano podría traer incalculables consecuencias de todo tipo. Maduro adoptaría enseguida la pose de víctima agredida, podría desatarse una guerra civil entre facciones del ejército venezolano y podría a los invasores –además- ante el desagradable papel de explicar a sus ciudadanos por qué se han perdido las vidas de algunos de sus compatriotas. El fin de la dictadura en Venezuela es importante para sus vecinos, para los Estados Unidos y para otras naciones, ¿pero hasta qué punto?
Este contexto nos lleva a delinear un escenario de constante tensión, de crisis prolongada, de un verdadero impase en que pasan los días y nada se resuelve. Maduro sigue en el poder, aunque disminuido, porque no se atreve a reprimir a la oposición y tiene que aceptar su existencia; Guaidó no puede gobernar ni asumir las riendas del estado, porque aunque reciba enorme apoyo nacional e internacional, las fuerzas armadas venezolanas siguen a la expectativa, esperando el desarrollo de los sucesos; los países que quieren el fin de la dictadura no se deciden a dar el paso definitivo, el de pasar a la acción.
El lector comprenderá que una situación de este tipo no puede perdurar indefinidamente, claro está. Algo tendrá que ocurrir. Pero por ahora, me atrevo a decir, hay que prepararse para seguir este juego de ajedrez donde cada bando reagrupa sus fuerzas, pero nadie se atreve a hacer el movimiento decisivo que ponga fin a la partida. Hay mucho en juego.
Lo lamento por Venezuela, porque seguirán los sufrimientos de un pueblo que, sin calcular las consecuencias, decidió en un momento apoyar a quienes lo han llevado por el camino del socialismo, un socialismo que ha multiplicado los pobres y destruido a un país que, no hace mucho era ejemplo de desarrollo económico y de democracia.