Los últimos sucesos sobre actos cometidos por adolescentes, me han hecho reflexionar sobre cuándo los rateros se convirtieron en asesinos a sangre fría. Hace un par de meses mi amiga Carmen Cecilia Urbaneja escribió para el Concurso Cartas de Amor de Montblanc una bellísima carta, donde de manera magistral y a través de sus experiencias con el pan con, mantequilla hace un recuento de la Caracas que se nos fue:
¿Te acuerdas de la Caracas de esos años? Era muy distinta a la de ahora. No había muros ni rejas. Era una Caracas de puertas abiertas. En mi casa se metían unos rateros. Y papá les dejaba dinero para que tuvieran algo que robar. Incluso les dejaba notas, “no me lleven tal o cual cosa… la pluma tal es recuerdo de familia”, y los ladrones le respetaban sus deseos…
Recuerdo a una asidua visitante de la casa de mi abuela como si la tuviese en frente. Se llamaba María Valero. No puedo calcular su edad porque era arrugadísima, aunque desde lejos alguien que no la conociera hubiera podido jurar que se trataba de una niña. Era pequeña y menuda. Tenía una trenza que le llegaba hasta las rodillas, por lo que presumo que suelto, el cabello se le arrastraría por el piso. Sus ojos achinados revelaban una fuerte ascendencia indígena. No tenía dientes, pero siempre estaba sonriente. Lo único que la molestaba era que le dijeran “María Bolero”, pero creo que era más por jugarse con nosotros que porque realmente le disgustara. Hablaba como una gatita, casi ronroneaba.
Además de su aspecto, María también vestía como una niña. Entiendo que en algún momento de su vida heredó mucha ropa de alguien adinerado, pues siempre venía vestida diferente; aunque debía haber sido muchos años atrás, porque la ropa estaba pasada de moda y algo desteñida. Le encantaban particularmente los vestidos que tenían muchos lazos. Una suerte de Cucarachita Martínez ambulante. El único traje que la vi repetir era un disfraz de mexicana que se ponía cuando venía a pedirle dinero a mi Tío Pedro, que era quien la mantenía. Ella había cuidado a una hermana de mi bisabuela y fue uno de esos personajes heredados por la familia que de alguna manera pasaron a formar parte de ella.
“Carolina, está linda la mar”, recitaba cada vez que me veía, y se lanzaba a declamar con los ojos cerrados, inspirada, acompañando los versos con suaves movimientos de sus brazos, como si estuviera acariciando cada palabra. Como sabía que yo era su mejor espectadora, hacía especial énfasis cuando decía “tan bonita, Carolina, tan bonita como tú”. Yo juraba que ella había inventado el poema y hasta una vez le discutí acaloradamente a una maestra en el colegio que la autora de ese poema se llamaba María Valero y no Rubén Darío, y que la niña en cuestión se llamaba Carolina y no Margarita.
María Valero nunca llegaba con las manos vacías: Traía flores que arrancaba en otros jardines, hierbas, mangos, periódicos viejos y hasta una culebra muerta metida en un frasco. Un día se apareció con un mono y lo soltó en el comedor, causando grandes destrozos.
María Valero vivía en el barrio Agua de Maíz querida y cuidada por sus vecinos, sobre todo cuando los achaques de la edad comenzaron a aparecer. Y así fue hasta que su muerte fue el presagio de cómo las cosas cambiarían en Venezuela. Un día apareció violada, golpeada y asesinada dentro de su ranchito. Lo que más impresionó a todos fue la violencia con la que la atacaron. Le habían robado todo, menos el disfraz de mexicana, con el que la enterraron. Su asesinato causó una terrible conmoción.
Si hubiera sido hoy, quizás suspirando con resignación diríamos “otra más”, y pasaríamos a la siguiente noticia. Ni siquiera nos temblaría la mano con la que sostenemos la taza de café mientras leemos el periódico. Nos estamos deshumanizando. Y eso es una enorme tragedia para un país.
Este artículo fue publicado originalmente en El Universal