Escribir o no escribir… ésa es la pregunta. El jueves pasado se lo preguntaban en sendos artículos Ruth Capriles y Thays Peñalver. El de Ruth lo interpreté como una despedida de estas páginas. El de Thays, como una pausa “para ver qué pasa”: “pido a ustedes que me permitan una lógica dispensa por algunas semanas para enterarme de qué va y hacia dónde va todo esto (que parece ya escrito) y que Dios los bendiga”.
Después de tantos años escribiendo semanalmente para ese diario, muchos me han hecho la pregunta de rigor: “¿Vas a seguir escribiendo?” Otros más aventurados se han atrevido a acusarme: “Si sigues escribiendo, eres cómplice”. Y no ha faltado la coletilla: “No leo más El Universal”.
¿Cómplice de qué? Si han sido —como dicen— lectores de mis artículos durante todos estos años, se habrán dado cuenta de que jamás he tapado sinvergüenzuras ni he tenido posturas de medias tintas. Siempre he dicho lo que pienso, por la calle del medio. Y he tenido y mantenido posiciones contracorriente cuando —ciertamente— hubiera sido más fácil decir lo que la mayoría quería escuchar. Eso me ha ganado respeto y credibilidad, dos activos que no pienso echar por la borda.
Respeto las decisiones de Ruth y de Thays. Ruth dice que “quizá la mayoría de los escritores de opinión de El Universal no se encuentren todavía ante el dilema; esperan a cuando suceda aquéllo de lo que todos tenemos una elevada certeza de que sucederá. Para varios, el argumento es claro: Mejor seguir escribiendo hasta el final; hasta que te boten —y te escapas del dilema— o te censuren y entonces regresas al dilema original”.
Para mí, sin embargo, el dilema es inmediato, pues choca contra una máxima personal, de ésas que desearíamos fuesen leyes morales universales: No colaborar con el opresor.
Quizá siempre se colabore con el opresor. Uno puede anegar la consciencia con razones y justificaciones. Negociación, diálogo, aprovechar el espacio mientras se pueda, “más se puede hacer adentro que afuera”. Yo, que he estado usualmente de acuerdo con Ruth Capriles, hoy no lo estoy, sencillamente porque no me consta que El Universal haya sido comprado por “el estado opresor”. Y sí creo que mientras se pueda, más se puede hacer adentro que afuera. Por eso me cuento entre los que decidieron esperar.
No me cuento entre quienes censuran a Andrés y a María Teresa Mata por haber vendido el periódico. Y me sorprende que los primeros en señalarlos sean autoproclamados adalides de la defensa de la propiedad privada. ¿Es que la propiedad privada de unos es menos privada que la de otros? ¿Es que los Mata pueden vender su apartamento, pero no El Universal? ¡Qué falta de coherencia entre lo que se dice y lo que hace! “Ponerse en el lugar del otro” jamás ha sido una práctica usual en Venezuela. Menos ahora que los fanatismos están a flor de piel y muchos se han erigido en fiscales, censores y jueces, e imputan, juzgan y sentencian a diestra y siniestra.
Yo voy a darle un voto de confianza a Jesús Abreu. El que no haya llegado cortando cabezas me resulta una buena señal. En la Mesa de Redacción permanecen Elides Rojas, Taisa Medina y Miguel Sanmartín, periodistas honorables que me merecen el mayor respeto. No ha habido cambios en ningún departamento. Y les garantizo que si me censuran un artículo, ustedes, mis lectores, serán los primeros en saberlo.
Entiendo que la suspicacia no es gratuita en el país, sobre todo en los últimos 15 años. Pero no quiero saltar a conclusiones a priori acerca de algo sobre lo que existe la probabilidad de que no ocurra.
“Del apuro sólo queda el cansancio” reza un dicho popular del que no hemos aprendido nada. Los desbocamientos y las improvisaciones nos han hecho un daño terrible, pero allí seguimos, desbocándonos e improvisando como si las lecciones no hubieran sido suficientes.
¿Quo vadis, El Universal? No tengo una bola de cristal que me lo diga y como tampoco creo en profetas, mientras tanto sucede algo, si es que sucede, me seguirán encontrando allá todos los lunes…
Artículo publicado originalmente en El Universal.