EnglishBrasil es uno de los países más fanáticos del fútbol —y tienen buenas razones para serlo. Sus jugadores están entre los más habilidosos del deporte, cotizando millones en clubes europeos; y su equipo nacional es el máximo ganador de títulos mundiales (cinco veces), y el único que ha participado en todas las ediciones de la Copa.
Desde la arena en las playas, las veredas de Rio de Janeiro o los parques del interior, cualquier lugar es propicio para una “pelada”, o partida improvisada de fútbol. Tampoco hace distinciones socioeconómicas. Tanto es así que, en Brasil (“el país del fútbol”), el deporte puede considerarse un elemento esencial de su identidad nacional.
Es por eso que sorprende y conmueve la reacción de muchos brasileños en contra del torneo. En lo que años pasados podría ser considerado un sacrilegio, el boicot a la Copa e incluso a la selección brasileña se está volviendo cada vez más común. En Sao Paulo, la ciudad más poblada de Brasil, se llegaron a registrar nueve manifestaciones en contra del Mundial en un solo día.
Sucede que el evento internacional fue publicitado por el gobierno del Partido de los Trabajadores (PT) como una solución mágica a los problemas del país. Pero a menos de dos semanas del inicio de la competición está muy claro que trajo una serie de consecuencias indeseadas: Multimillonarias inversiones en estadios que serán usados durante un mes, y luego se convertirán en “elefantes blancos” como los de Sudáfrica; huelgas generalizadas, escándalos de corrupción, falta de presupuesto para otras áreas urgentes, familias expulsadas de sus casas, “limpieza” paramilitar de mendigos en las ciudades anfitrionas. Hasta el retorno económico esperado está en jaque debido a las frecuentes paralizaciones y los préstamos hechos para las obras de infraestructura.
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No es por esto que dejarán de amar al deporte, pero sí, esperemos, que identifiquen correctamente la raíz del problema: La ingeniería social del Estado de la mano del populismo.