A diferencia de la disminución de migrantes mexicanos o canadienses, el éxodo masivo de niños centroamericanos hacia Estados Unidos no da tregua. Desde octubre pasado, ya son 52.000 los menores de 17 años capturados por oficiales de control fronterizo en el país del norte. Se estima que esta cifra podría alcanzar los 90.000 este año, sin contar aquéllos que logran escabullirse, están en camino, los que mueren o son secuestrados.
Como lo informó PanAm Post, los menores huyen principalmente de naciones devastadas por la pobreza, la criminalidad y la violencia, como Honduras, Guatemala y El Salvador. Muchas familias toman la drástica decisión de mandar a los jóvenes a una travesía de miles de kilómetros debido a que son asediadas por las maras, pandillas que quieren reclutarlos en sus filas. Otros tratan de reunirse con parientes ya radicados en los EE.UU., o sencillamente buscan poder estudiar, trabajar y vivir en paz.
Según la legislación estadounidense, estos niños capturados no pueden ser deportados automáticamente, sino que deben permanecer en refugios hasta que un juez dictamine sobre el caso. Ante la avalancha de menores inmigrantes, la semana pasada el Vicepresidente de EE.UU., Joe Biden, se reunió con el Presidente de Guatemala Otto Pérez Molina para buscar una solución; y esta semana delegados de varias naciones de Centro América acordaron solicitar al gobierno estadounidense mayor consideración por los niños, mientras desarrollan estrategias locales para disminuir la pobreza y la violencia infantil.
Sin embargo, nadie parece atacar la raíz del problema. Así como los productos más baratos logran atravesar fronteras en busca de gente que esté dispuesta a pagar más por ellos, las personas seguirán ignorándolas para ir a un lugar donde puedan vivir mejor. Tanto más cuanto el riesgo de permanecer en sus países significa una vida miserable.
Es hora de evocar una gran frase de un político estadounidense: Tear down the walls. Por la dignidad y la prosperidad de todos.