A principios de los años noventa del siglo XX, la dirigencia política de primera línea se encontraba señalada de mil maneras por el tema de la corrupción. El cuento era que la pobreza había sido causada por la corrupción y no por un modelo económico condenado a producir pobres de forma constante. Y si bien con el tiempo sabemos que, en efecto, la corrupción sí es capaz de matar, en aquel momento el problema de la corrupción era perfectamente posible de atajar si la voluntad política hubiese estado presente.
Esa voluntad política no estuvo presente por la sencilla razón de que la dirigencia política no es otra cosa que la representación de la sociedad a la cual “dirige”. La sociedad venezolana tolera, permite y quizás hasta se sostiene a través de mecanismos corruptos a todo nivel. Fue esa sociedad la que permitió que esos políticos llegaran al poder, se mantuvieran allí y, de paso, convirtiéndolos luego en chivos expiatorios, los sustituyó por unos que eran inapelablemente corruptos e indiscutiblemente asesinos.
Hubo mucho para llegar a eso. Si se revisa el libro de Ruth Capriles, Diccionario de la corrupción en Venezuela, se encuentra que al arranque del período político 1958-1998, el tema de la corrupción era sumamente sensible. Era una sociedad que venía de expulsar del poder a un corrupto comprobado, juzgado y condenado por los tribunales y por la realidad: estuvo cuarenta años sin trabajar.
Para que se tenga una idea de la corrupción ya en el período democrático, citamos el Diccionario de la corrupción con este pasaje: “En 1963 se inició un proceso en contra del Sr. José Gregorio Angulo por la sustracción de la cantidad de Bs.15.146 de la caja de la Estación Telegráfica del Centro Civil de la Candelaria. El acusado afirmó ante los fiscales del Ministerio de Comunicaciones que lo había hecho por motivos familiares, ya que atravesaba una crítica situación económica y necesitaba el dinero con urgencia. El Sr. Gregorio Angulo ofreció pagar la suma sustraída, dando su casa en pago del dinero robado, proposición que no fue aceptada (…) El 10 de julio de 1963 se inicia un proceso que duró tres años, al cabo de los cuales se encontró culpable al indiciado y fue condenado a prisión. Tenía entonces 78 años. Es importante el hecho de ser este uno de los primeros casos de corrupción administrativa del sistema democrático. De manera casi excepcional, terminó con sentencia de culpabilidad”.
¿Qué pasa cuando se condena a este funcionario público que aceptó haberse robado unos reales del Estado? Pues, que surgen los validadores, esos que dicen “pobrecito, está muy viejo”, los que dicen desde su paternalismo “el problema es que el señor no tiene casa, si tuviera no robaría”.
El problema entonces no es el corrupto que se roba los reales, sino la sociedad alcahueta también corrupta, capaz de poner al mando al ladrón, dejarlo robar “porque al menos esta haciendo algo”, recriminar al que critica con el “déjenlo trabajar” o llegar a la máxima cota de la alcahuetería nacional: “debe ser que si uno estuviese ahí, no haría lo mismo”.
Esa es la frase nacional que representa los valores reales que la sociedad anida en su seno. No nos importa que roben, porque se dinero está ahí, es de todos y el que tiene más saliva, que trague más harina. “Ya nos tocará a nosotros”, parece ser la consigna adicional.
Llegando al cinismo
Poco a poco, se fueron sofisticando los métodos de los ladrones, pero las cosas seguían siendo más o menos igual. Todo se sustentaba en la alcahuetería nacional que permitía la impunidad. Así, ya al final del gobierno de Betancourt se había olvidado la corrupción de Pérez Jiménez. Tanto así, que aún habiendo sido el exdictador sometido a juicio y condenado por ladrón, se le postuló como Senador en 1963 y ganó. ¿Por qué? “Porque el robó, pero hizo”.
Se construían entonces las bases de un sistema corrupto capaz de pervertir todo a su alrededor. Los partidos vivían del financiamiento que le permitían los contratos con el Estado de interpuestas personas en su representación, convertidas de la noche a la mañana en burguesía emergente o renovada, gracias a su filiación política. Así, ser Delfino, De Armas, D’Agostino, Jugo, Febres-Cordero, Quijada, Cisneros, Mendoza y demás, era garantía suficiente para obtener los contratos del estado gestionado por los partidos financiados por esos apellidos. Con dinero del estado se mantenía a una sociedad entera, vía subsidios, vía contratos, vía prebendas o beneficios o gratuidades.
Al cinismo llegó de a poco. Se hizo evidente cuando en los medios empezaron a decirse cosas como por ejemplo, lo relacionado al financiamiento de las campañas electorales cada vez más suntuosas que se hacían en el país. Los principales partidos tenían a los mismos financistas. El fraude electoral empezó de forma descarada a lo interno de los propios partidos: desde el “maletinazo del Radio City” que se vivió en la Convención de Copei de 1973, desde antes con el desconocimiento de los resultados en la convención adeca de 1963, hasta llegar a las desgraciadas situaciones que en sindicatos, gremios y en elecciones nacionales, regionales y municipales se empezaron a ver de forma descarada y vil.
A nadie parecía importarle. El fraude electoral, otra modalidad de corrupción, era también algo que se terminaba tolerando y todos se hacían la vista gorda.
Ya en los años ochenta y noventa, fuimos capaces de ver y somos capaces de recordar los que tenemos memoria, como personajes acusados de corrupción conseguían algún beneficio procesal que les permitía la libertad por apenas unas horas, las suficientes para escapar del país. Desde Vinicio Carreras hasta Gustavo Gómez López pasando por Orlando Castro, se podía desfalcar, robar, cobrar comisiones, quebrar un banco, pedirle un préstamo al Estado y no pagarlo y después irse del país. Vinicio Carreras al salir de la cárcel respondió a la prensa que no se iría del país. Y se fue. Orlando Castro después de quebrar el grupo bancario y asegurador Latinoamericana Progreso lanzó la consigna “aquí estamos y aquí seguimos”. A los días se fue del país. Premonitoriamente, a finales de los ochenta, Gonzalo Barrios al ser consultado sobre el por qué de la corrupción, sentenciaba que “en Venezuela se roba porque no hay razones para no robar”.
Las razones para no robar podrían ser un sistema de justicia draconiano, una fiscalía imparcial, una sociedad atenta e inquisidora y una ciudadanía dispuesta a no tolerar políticos corruptos en el poder. Esas razones en efecto no existían en Venezuela. Hasta el punto que, ante las acusaciones de corrupción que un copeyano hiciera contra un adeco, el adeco era capaz de responder “los adecos somos ladrones, pero los copeyanos son más ladrones”.
Esa sociedad alcahueta fue capaz de establecer que los adecos “robaban y dejaban robar” mientras los copeyanos “robaban para ellos solos”.
La alternativa era esa izquierda también corrupta, y además de corrupta asesina. Y desde esa izquierda se atrevía Pedro Duno a escribir de los “12 apóstoles de la corrupción”. Y desde esa izquierda sentenciaba Teodoro Petkoff que “si lo que AD dice de Copei es cierto y lo que Copei dice de AD también es cierto, entonces los dos no tienen autoridad moral para dirigir este país”.
Como verán, al cinismo llegó toda la dirigencia política venezolana, amparada por esa sociedad alcahueta. Sin excepciones.
Y así, llegamos aquí
A esa clase política le tomo décadas para llegar al cinismo. Cínicos eran quienes decían combatirlos. Argumentaban que había que sacar del poder a esos adecos y copeyanos que eran unos corruptos. El problema era que sacar a la dirigencia corrupta y cínica no cambiaba el hecho de que la sociedad fuese alcahueta. Los pretendidos sustitutos lo sabían, y sabían también que lo de ellos no era acabar con la corrupción sino servirse de ella. “Ahora nos toca a nosotros”, como se atrevió a decir una vez Aristóbulo Istúriz en una de sus arengas cargadas de ese cinismo tan propio de él, que fue corrupto antes, durante y después.
Tanto es así, que hoy puede decirse que a esta clase política actual no le toco décadas llegar al nivel máximo de cinismo, sino que en efecto desde que llegaron al poder ya eran ladrones, corruptos, cínicos y desfachatados. Sea una Cilia Flores hablando de pobreza con una cartera Chanel terciada al hombro, sea Diana D’Agostino hablando de la misma pobreza usando la misma marca. El cinismo de Jorge Rodríguez y su sonrisita mordaz, proviene de la msima fábrica de la que salió Stalin González, quien no tiene empacho en pasar a la ofensiva cuando se le cuestiona su asistencia a un juego de béisbol de las grandes ligas: “¿Quién me va a investigar, Alí Babá y los cuarenta ladrones?”.
Esa es una frase profunda, si se comprende el nivel subterráneo por el que transita esa equivocación sociológica que es Stalin González, especie de poema sin rima que se le quedó engatillado a algún poeta drogadicto.
Y no es ni siquiera un pionero. Ya habíamos visto a su compadre Ricardito Sánchez cínicamente burlarse de quienes le creyeron opositor. Ya habíamos visto a Freddy Guevara cínicamente hablando del Audi blindado en el que paseaba diciendo “me lo prestó un amigo de la familia”. Ya habíamos visto a Yon Goicoechea aceptando ser liberado de la cárcel a cambio de ser candidato del partido de Henri Falcón en El Hatillo. Ya hemos visto a demasiados políticos llegando pobres a la política y de la noche a la mañana ostentar una súbita e inusitada riqueza que justifican diciendo que son ricos de cuna.
Cínicamente, en el parlamento venezolano hay más ricos de nacimiento que en la Cámara de los Lores inglesa.
Todo esto ya sería escandaloso per se. Pero el problema es que si se sustituye a la actual clase política, tendríamos el problema aún presente, pues ese liderazgo circunstancial no es más que la representación de la sociedad que lo escoge, lo aúpa y lo sustenta con votos, con apoyos y con pactos de silencio.
Y en la segunda mitad del noveno, sin out y con las bases llenas, desde el palco, esa dirigencia se sigue riendo de nosotros. La decencia necesita un triple play, urgentemente: o la sociedad deja de ser alcahueta, o estará condenada a llevar dentro de si a los vicios que serán para siempre su propio tirano.