EnglishDurante esta campaña, me ha sorprendido agradablemente experimentar de cerca lo vibrante que es la democracia que tenemos en Colombia.
Nuestro sistema está lejos de ser perfecto. Existen serias y genuinas preocupaciones sobre el fraude electoral y la compra de votos, y muchas veces he criticado el hecho de que la mayoría de las reglas electorales parecen ser diseñadas para beneficiar a los congresistas de turno. Por ejemplo, el Congreso no está en sesión durante el corto período de la campaña, por lo que los congresistas pueden utilizar los fondos del Estado a su antojo para hacer campaña, mientras los nuevos candidatos se embarcan en la dura tarea de darse a conocer y promover sus ideas. Por otra parte, el proceso actual de votación es complicado: la papeleta es una confusa tabla periódica de símbolos y números de partido, en la cual el votante no ve los nombres de los candidatos ni sus fotografías.
Lo peor de todo, en mi opinión, es que no hay distritos electorales locales como en el Reino Unido o los Estados Unidos, donde los votantes saben exactamente quién está representando al área en la que viven en el Congreso. Bogotá, por ejemplo, es una ciudad de casi 8 millones de habitantes que eligen 18 representantes; pero ni uno solo representa un área geográfica en particular. Cuando todos los congresistas representan a todos los ciudadanos, resulta en que nadie representa a nadie.
Estas deficiencias crean un sistema donde los partidos prácticamente pierden sentido, y sólo son mecanismos de tejemanejes politiqueros — entre otras cosas, los candidatos compiten con sus compañeros de partido en el proceso electoral — y esto es sin duda una de las razones por las que muchos ciudadanos siente repulsión cuando se les pregunta acerca de la política y los políticos. Así que cuando me refiero a una democracia vibrante, obviamente no me refiero a las instituciones del Estado per se, sino más bien a lo que he visto de muchos de los participantes en la política electoral en la capital. Me refiero concretamente a la forma en que estudiantes, periodistas, académicos, otros candidatos y los ciudadanos comunes han mostrado un profundo interés en la discusión política seria y abierta.
Durante el último mes, he participado en más de una docena de debates acerca de numerosos temas en universidades, estaciones de radio, grupos de reflexión y estudios de televisión. He criticado abiertamente al presidente Santos y su política exterior, he sugerido improvisadamente que los congresistas no deberían recibir paga alguna y tener trabajos regulares (he seguido trabajando a tiempo completo durante toda la campaña), y he despertado la ira del senador Jorge Enrique Robledo, un canoso vedette de la izquierda estatista, por sugerir que es ligeramente incoherente condenar la globalización a través de Twitter.
Todo esto puede resultar bastante familiar a los lectores europeos o anglófonos, pero debemos tener en cuenta que en la vecina Venezuela, el régimen ha censurado la prensa sistemáticamente, ha reprimido descaradamente las protestas estudiantiles, y encarcelado arbitrariamente a los políticos de la oposición. En Ecuador, otro país vecino, el actual presidente ha erosionado de forma gradual pero considerable la libertad de prensa (¿es una coincidencia que el último vicepresidente se llamaba Lenin?).
Así que dado que los vecinos de Colombia han sucumbido al autoritarismo en diferentes grados, me alegro de que en estas elecciones mi única queja en este sentido es la tendencia de algunos candidatos colectivistas de izquierda a interrumpirme (MP3) siempre que hago hincapié en la necesidad de limitar el alcance del Estado. Aunque esto sugiere que los estatistas de izquierda tienden a ser muy tolerantes, excepto cuando se trata de ideas contrarias a las suyas, parece que en general hemos prestado atención a la recomendación de George Orwell: si la libertad intelectual “significa algo, esto es que todo el mundo debe tener derecho a decir e imprimir lo que cree que es la verdad, siempre y cuando no dañe al resto de la comunidad de alguna manera bastante inequívoca”.
También ha sido notable que mis propuestas han encontrado terreno común con ciertos candidatos — sobre todo aquellos que se identifican como izquierdistas — en cuanto a libertades civiles, en particular la legalización de las drogas, el aborto como elección soberana de la mujer (aunque yo personalmente estoy en contra), y el concepto del matrimonio como contrato entre partes libres, no como decreto sancionado por el estado que favorece un grupo y excluye a los demás.
Más notable aún ha sido que, por lo general, he argumentado en soledad sobre la libertad económica. Mientras la izquierda tradicional se apresura a denunciar el libre comercio y la inversión extranjera directa como violaciones a la soberanía y los recursos nacionales, la derecha tradicional tiende a pensar en el estado como un Pater Familias que debe conceder protección y subsidios a los terratenientes, y mantener a los pobres bajo una dependencia supuestamente benévola. Todo esto, por supuesto, viene a expensas de los, casi siempre empobrecidos, consumidores y pequeños empresarios, ya que ambos se ven obligados a pagar los platos rotos proteccionistas por los precios más altos y mayores impuestos.
Durante las últimas semanas he tratado de hacer añicos la vieja distinción entre izquierda y derecha en la política; en la visión libertaria o liberal clásica que suscribo, apenas hay capacidad de escapar a la coerción en un extremo del espectro y del estatismo en el otro. Es probable que sea por esto que nuestro equipo de campaña ahora incluya a empresarios y profesores, libertarios y anarco-capitalistas, académicos y fanáticos del fútbol, homosexuales, judíos, católicos, protestantes, ateos, y ex miembros del partido Alianza Verde y el Partido Liberal, entre otros. Sospecho que semejante coalición de individuos deseosos de sacarse el Estado de encima no ha sido la norma en el Partido Conservador Colombiano.
¿Cómo se va a traducir esto y un poco de atención mediática (se han burlado maravillosamente de mí por enseñar latín y hablar alemán) en votos el próximo domingo? Es muy difícil de predecir, pero sea cual sea el resultado, creo que hemos tenido éxito en la medida en que hemos colocado el libertarismo en el mapa político colombiano. De acuerdo con un perfil, represento “una filosofía política que aboga por un estado mínimo y amplias libertades individuales”. Esto era prácticamente desconocido en Colombia antes de la campaña actual.
Independientemente de los resultados electorales, voy a continuar la lucha por la libertad. El ejemplo de nuestros vecinos ilustra claramente lo que puede suceder si los ciudadanos libres permiten que el Estado invada cada vez más aspectos de sus vidas.
Traducido por Alan Furth.