EnglishContinúa la trifulca en Bogotá por el caso Uber. Contradiciendo el anuncio del 17 de junio del Ministerio de Transporte, cuya jefe declaró que Uber operaba ilegalmente en Colombia, el viceministro de la cartera dijo el pasado martes que el gobierno estaba considerando pasar un decreto que le permitiría a la compañía operar en el país como un “servicio diferencial”.
Tal como se podía prever, el gremio de taxistas de la capital, desconociendo toda mesura, respondió con un grito de guerra. Hugo Ospina, líder del gremio de taxis, amenazó al gobierno con un paro en toda la ciudad y con el bloqueo de vías si se le permite a Uber permanecer en Colombia.
Y la amenaza debe tomarse en serio. El 2 de agosto del 2001, cuando el entonces alcalde Antanas Mockus decidió que las restricciones a los automóviles privados —la medida estatista y carente de sentido del llamado Pico y Placa— aplicaría también a los taxis y a los buses, los taxistas se movilizaron en masa y bloquearon por lo menos 40 de las “calles, bocacalles y avenidas más transitadas de Bogotá”. Como reportó El Tiempo, el resultado fue “uno de los días más caóticos (de la) historia reciente” de la capital. Tal frase dice mucho en una ciudad donde el caos de tránsito es la norma cotidiana, pero es veraz ya que, en esa ocasión, inclusive muchos niños tuvieron que dormir en los buses o en las aulas de sus colegios.
Al día siguiente, miles de personas no pudieron llegar a su trabajo o a su lugar de estudio porque los taxistas y los choferes de los buses se rehusaron a trabajar. De tal manera, la camarilla de taxistas, aunque eventualmente se sometió a las medidas de Mockus, probó que tenía la capacidad de paralizar la ciudad. Eso es precisamente lo que planea hacer en las próximas semanas: Coaccionar al gobierno para que este expulse a Uber del país.
Siendo justo con los taxistas, su ira es justificable, ya que el presidente Juan Manuel Santos, en uno de los momentos en que se jacta de “hombre del pueblo”, les prometió a miles de conductores de taxi poco antes de su reciente reelección que cancelaría “las aplicaciones que fomentan la ilegalidad” en el transporte público, léase Uber, siempre y cuando ellos votaran por él, por supuesto.
Ahora resulta que Santos, habiéndose mantenido en la presidencia gracias en parte al gremio de los taxistas, tiene un plan para ellos completamente distinto al que propuso. No obstante, los taxistas, quienes raramente son ingenuos, han debido saber que Santos es tan leal como Efialtes de Tesalia. Personalmente, yo no le compraría un automóvil usado a él bajo circunstancia alguna, y de hecho esta es la razón por la cual nunca creí su retórica durante la campaña, cuando insinuaba que votar por él equivalía obtener la paz, cachorritos y focas recién nacidas entregadas a niños sonrientes en la puerta de toda casa colombiana.
La promesa de Santos a los taxistas, así la cumpla o no, deja al descubierto el poder de los caimacanes de la industria. Como explica La Silla Vacía, dos antiguos taxistas, Uldarico Peña y José Eduardo Hernández, son dueños de más de 25.000 taxis amarillos que operan en Bogotá, cada uno de los cuales tiene por lo menos dos conductores. Esto significa que los barones del negocio de los taxis actúan como señores feudales sobre por lo menos 50.000 familias, cuyos miembros son capaces de depositar cientos de miles de votos en cualquier elección.
Como escribe La Silla, Uldarico y Hernández “pueden decidir quién queda y quién no queda elegido como alcalde (se dice que han financiado las campañas los últimos 6 alcaldes)”, y si deciden oponerse al alcalde de turno “tienen métodos de negociación bastante persuasivos”. Por ejemplo los paros masivos y el bloqueo de calles y avenidas que conducen al caos vial.
Es claro que, pese a su propio ascenso económico, Uldarico y compañía no son amigos del laissez-faire de ningún tipo. De hecho, tomaron un camino tradicional hacia el éxito monetario en Colombia, debiéndole su poderío financiero a su influencia política y, especialmente, al hecho de que el Estado puede cobrar más de CB$100 millones (unos US$50.000 dólares) por cada “cupo” o licencia para operar un taxi. Esto incrementa artificial y astronómicamente el precio del taxi amarillo más andrajoso, lo cual significa que la mayoría de taxistas no puede comprar su propio vehículo, sino que se ven obligados a trabajar para monopolistas dependientes del Estado y alérgicos a la competencia como Uldarico.
Así que las quejas de los taxistas serían legítimas en términos de competencia libre y justa si exigieran, por ejemplo, la reducción drástica del costo de las licencias para taxis o inclusive su abolición completa. Contrario a esto, amenazan con recurrir a prácticas matonas como la obstrucción de vías principales —lo cual impide el paso de ambulancias, entre otros vehículos— para que una compañía como Uber, la cual ofrece un servicio al cliente impecable, sea obligada a salir de Colombia.
Pero Uber ni siquiera está ofreciendo un servicio de taxis: Uno no puede tomar un carro de Uber en la calle sin haberlo pedido por medio de una aplicación, y los pagos deben hacerse con tarjeta de crédito. Y el argumento de los taxistas referente a la supuesta injusticia de que a los automóviles afiliados a Uber están exentos de impuestos y cobros que deben pagar los taxis amarillos (ver comentarios en esta página) es sencillamente absurdo, porque una carrera en Uber es mucho más cara que una en un taxi tradicional.
En realidad la discusión es de dos mercados del todo distintos, excepto que el gremio de los taxis busca intimidar al gobierno para que este obligue a todos los consumidores a comprarles a uno solo, obviamente aquel que han controlado los taxistas durante décadas. Claramente no entienden que cada vez más personas prefieren una alternativa a los taxis no porque andar en ellos sea demasiado caro, sino porque su servicio es abominable (ver 10 razones para que Uber esté en Colombia).
La noción de que “el cliente siempre tiene la razón”, sin embargo, es tan foránea para los grupos de presión colombianos como las trompas alpinas, el cricket o un dragón de Komodo. Así que el gremio de taxistas ha decidido obligar a los consumidores a pagar por un servicio que no quieren en vez de enfrentarse al verdadero opresor: Uldarico, quien tal vez debería llamarse Alarico, ya que hace con los bolsillos de sus pasajeros —y de sus propios conductores— lo que el líder bárbaro hizo con Roma en el año 410 d.C.
El tema de fondo ni siquiera es Uber, sino la habilidad del individuo de ser libre de la tiranía de los traficantes del interés propio, cuya lógica en argumentar que el Estado debe “reservar el mercado doméstico para la industria doméstica” es en esencia la misma de los fabricantes de velas de Bastiat.