EnglishEl discurso del presidente colombiano Juan Manuel Santos al inaugurar el Congreso el pasado 20 de julio fue sencillamente aburrido. No siendo precisamente un maestro de la oratoria ciceroniana, Santos, leyó del teleprompter como de costumbre y excedió su propio talento para inducir el tedio.
Recurrió al cliché de “plantar una semilla para el futuro” en más de una ocasión y pronunció la palabra “paz” 29 veces. También repitió el ya establecido lugar común progresista que su gobierno acabará “un conflicto que nos ha desangrado por más de medio siglo”.
Como escribí recientemente en PanAm Post, la teoría de que la guerra actual comenzó hace 50 años como resultado de la pobreza es, en esencia, dogma marxista con poca relación con la realidad. Lo que hemos enfrentado durante las últimas tres décadas es una violencia alimentada por “las ganancias astronómicas derivadas del tráfico ilegal de drogas”, y los mayores beneficiarios son grupos criminales con tendencias psicópatas como los mafiosi de las FARC.
Santos, sin embargo, no es marxista. Si acaso su estilo de gobierno se basa en alguna filosofía coherente, es el credo del progresismo tecnocrático según el cual el Estado y sus funcionarios supuestamente ilustrados tienen el deber de solucionar prácticamente todo problema humano.
Durante su somnífero discurso, el presidente dijo lo siguiente: “La paz permitirá que destinemos más recursos a lo que Colombia más necesita: educación, salud, vivienda, servicios públicos, apoyo al campo, tecnología, emprendimiento e innovación”.
Evidentemente, Santos cree que el Estado debe regular y financiar —o para ser más exacto, obligar al contribuyente al fisco a financiar— todo aspecto de la vida del ciudadano: lo que come, dónde duerme y lo que aprende en el colegio o en la escuela.
De por sí, tal mentalidad del Estado nodriza es lo suficientemente preocupante: el individuo que es forzado a depender del Estado y a obedecer sus dictámenes en todo campo pronto pierde su libertad, su creatividad y, en últimas, su humanidad. Pero la parte más escandalosa del discurso del presidente es su inclusión del emprendimiento dentro de la categoría de actividades humanas que pueden y deben ser impulsadas por el gasto estatal.
En su engaño, Santos aparentemente supone que los Thomas Edison y los Steve Jobs del mundo no han realizado —o no deberían realizar— su potencial humano al trabajar el turno de la noche o al tomar grandes riesgos para poder experimentar en sótanos, garajes o áticos y, de tal, manera, darle una forma concreta a sus ilusiones individuales.
El mandatario tampoco cree en uno de los mecanismos esenciales de una economía de mercado, aquél que le permite a un inversionista con fondos disponibles, pero sin ideas particularmente buenas, apoyar voluntariamente a un genio potencial sin fondos. Este es el proceso que, por medio del ensayo y el error, conduce a la creación de productos que benefician a cientos de millones de personas en el mundo entero.
Santos insinúa, de hecho, que los emprendedores deben ser burócratas dependientes del Estado o al menos ilotas guiados por el capricho tecnocrático. Si uno sigue este argumento hacia su conclusión lógica, resultaría que una cantidad monstruosa de impuestos, gasto público, y dirección estatal de la economía crean una ola sin precedentes de creatividad individual y emprendimiento. Excepto que un gobierno no puede generar emprendimiento —ni prosperidad— por medio de su propio gasto.
¿Cuál es la fuente del estatismo de Santos? Antes de pronunciar discursos soporíferos pero sutilmente trastornados, Santos obtuvo su mayor reconocimiento como un exitoso ministro de Defensa.
La estrategia en el campo militar, escribió Hayek en El camino a la servidumbre, requiere la planificación central y la coerción, ya que el ciudadano inevitablemente debe “delegar la tarea a los expertos”. Una sociedad basada en la planificación central, sin embargo, es incompatible con una sociedad comercial, la cual se basa en transacciones voluntarias y en la espontaneidad —la esencia misma del emprendimiento— y requiere un mínimo de regulación.
Según la visión del mundo de Santos, el prototípico político de carrera contemporáneo, el Estado puede reconciliar la sociedad comercial y espontánea con la inevitable jerarquía de un orden militar-tecnocrático. Al presidente le gusta llamar su esquema la Tercera Vía. Lo que decide no mencionar, sin embargo, es el resultado de tal esquema donde se implementó originalmente: en la Gran Bretaña de Tony Blair y Gordon Brown.
Como escribí hace algunos años, “tras 13 años de gobierno bajo el Nuevo Partido Laborista, el Reino Unido terminó con un sector estatal masivamente expandido y con niveles de deuda no vistos desde la Segunda Guerra Mundial. Después de la elección general de 2010, el secretario principal laborista de la Tesorería le dejó una nota escrita a su sucesor, el parlamentario Liberal Demócrata David Laws, que decía: ‘no hay más dinero (en el erario)’”.
¿Podría la extensiva ingeniería social de Santos causar un caos financiero similar en Colombia? Según su ministro de Hacienda, recientemente confirmado en su cargo, el gobierno llevará a cabo una nueva reforma tributaria. Es decir, habrá un aumento general de los impuestos, para obtener los 12 billones de pesos necesarios para “financiar la paz”.
Este es un concepto bastante nebuloso, pero lo que sí es claro es que Santos y su equipo económico no crearán las condiciones que, con impuestos bajos y una regulación eficiente y limitada, estimulan la generación de empresas pequeñas y conllevan a una prosperidad construida desde abajo hacia arriba. Su visión es más bien la de una riqueza creada frecuentemente con la protección del Estado y luego redistribuida desde la cúspide del aparato estatal hacia abajo, como si los burócratas fuesen seres omniscientes capaces de asignar los recursos de la manera más eficiente posible.
En el mejor de los casos, Colombia bajo Santos permanecerá en su rango actual, ocupando el puesto número 96 entre 152 países en términos de libertad económica según el Cato Institute y el Fraser Institute, lo cual quiere decir que tenemos la quincuagésima sexta economía menos libre del mundo.
El porvenir parece ser bastante desolador, ya que Colombia no cuenta con un partido Thatcherista que esté esperando para liderar al país hacia la libertad económica. Al menos ese es el caso por ahora.