Según un titular de la revista Semana, el senado de la República llevó a cabo ayer un “plebiscito” para refrendar el acuerdo Santos-Farc en el que, a diferencia del plebiscito original del mes pasado, ganó el Sí con la abrumadora mayoría de 75 votos a favor (de 102 posibles). El uso de la palabra “plebiscito” para describir el golpe a la democracia que dio ayer el senado colombiano es tremendamente engañoso por una razón muy sencilla: el presidente Santos le atribuyó al congreso una función que no le corresponde después de su derrota del 2 de octubre.
#ATENCIÓN: El Sí gana el ‘plebiscito’ del Senado –>https://t.co/hp5YdivQtT
— Revista Semana (@RevistaSemana) November 30, 2016
La función principal de la democracia representativa es facilitar al máximo la toma de decisiones políticas en un Estado moderno. Cuando se establecieron las democracias representativas durante el siglo XVII (la Revolución Gloriosa en Inglaterra), el XVIII (las revoluciones en lo que vino a ser Estados Unidos y en Francia), el XIX (la fundación de las repúblicas latinoamericanas como Colombia y la independencia de Grecia, entre otras) y el XX (las “olas” de democracia en países de Europa Oriental y en Asia— también en otras regiones,— que discutió el politólogo Samuel Huntington), el consenso general dictaba que las políticas que implementaba un gobierno debían contar con el apoyo mayoritario de la ciudadanía.
Por simples razones logísticas, incluyendo los obstáculos de comunicaciones— en 1754 tardaba 10 días llegar de Edimburgo a Londres por la vía express (stage coach),— resultaba excesivamente oneroso consultar a toda la ciudadanía directamente cada vez que era necesario tomar una decisión política. De hecho, era físicamente imposible. Por lo tanto el sistema de representación o de democracia indirecta fue una solución práctica para combinar la voluntad popular con un mecanismo expedito de votación en los parlamentos y congresos. Como escribió el autor suizo Benjamin Constant de Rebecque (1767-1830), la democracia representativa
es un mandato que recibe un número (relativamente pequeño) de hombres por parte de la masa de la población, la cual quiere que sus intereses sean defendidos pero no tiene el tiempo para defenderlos por sí misma… No es más que una organización por medio de la cual una nación pone a pocos individuos a cargo de lo que no puede o no quiere hacer por sí misma…
A diferencia de la democracia representativa moderna, la democracia antigua era directa porque, en primer lugar, ninguna pólis griega tenía la extensión física de un Estado moderno, así que era posible reunir a los ciudadanos en la asamblea (ekklesía) constantemente para que deliberaran, debatieran y tomaran las decisiones políticas directamente. Por otro lado, como nota Constant de Rebecque, para los antiguos, la libertad consistía en dedicar la máxima cantidad de tiempo y esfuerzo en ejercer sus derechos políticos, entendidos como la toma directa de decisiones políticas tanto internas como externas (guerra, paz y alianzas), la “rendición de cuentas” (euthuna) a la labor de los magistrados en la asamblea y, en el mismo escenario, la acusación, condena o exoneración de los magistrados por decisión mayoritaria.
Para nosotros los modernos, mientras tanto, la libertad consiste en ejercer nuestros derechos políticos de tal manera que nos quede la máxima cantidad de tiempo disponible para atender nuestros intereses privados, por ejemplo votando cada cuatro años para que otros nos representen en un parlamento. Aunque no cambiará completamente nuestro concepto moderno de la libertad ni será reemplazado por uno más afín al antiguo, la tecnología digital del siglo XXI sí hará que cada día sea menos oneroso consultar a la ciudadanía directamente para que tomen todo tipo de decisiones políticas.
Plataformas como Agora Voting, que usa la tecnología del blockchain, permiten la “democracia líquida”. Como explica el diario Daily Telegraph, su fin último es “ofrecer un sistema flexible que establezca un punto medio” entre la democracia directa digital— “referendos directos para cada asunto político, por pequeño que sea,”— y la democracia representativa tradicional:
Se podría describir como una red social diseñada no para compartir fotografías, jugar videojuegos o comunicarse con amigos, sino para gobernar un país. Si usted quiere un voto para cada decisión política, puede tenerlo. Pero también tiene la opción de dejar su poder de votación en manos de un político de carrera, como en el sistema actual, o de un amigo o colega que sea conocedor de un tema específico.
Hoy de visita en el @Congreso_Es por un posible proyecto de @AgoraVoting pic.twitter.com/PvDZpWryvq
— Eduardo Robles (@edulix) July 5, 2016
Regresando al “plebiscito” del senado en Colombia, el hecho es que Juan Manuel Santos, teniendo a su disposición todos los mecanismos de la democracia representativa e indirecta, inclusive habiendo podido innovar al escoger algún mecanismo de “democracia líquida”, decidió conscientemente volver la aprobación de su acuerdo con las FARC un asunto de democracia directa en la urnas. Por eso convocó a toda la ciudadanía colombiana el 2 de octubre a las mesas de votación para tomar lo que él llamó “la decisión de voto más importante que cada uno de nosotros tendrá que tomar en toda su vida”.
Por lo tanto la ciudadanía acudió a las urnas— o decidió no hacerlo por razones legítimas,— y una mayoría de los votantes rechazó el acuerdo del presidente con las FARC en su totalidad. Desde el 2 de octubre, el gobierno introdujo ciertos cambios superficiales al acuerdo original, escandalosamente aumentando el número total de páginas de 297 a 310, dejando las 10 curules directas para las FARC en el congreso y manteniendo otros privilegios como 20 emisoras de FM para “hacer pedagogía” acerca del texto (originalmente eran 31). Esto, sin embargo, de ninguna manera obvia el hecho de que la ciudadanía ya se pronunció directamente acerca del acuerdo, haciendo que la democracia representativa, diseñada para obviar la consulta directa de la ciudadanía por razones logísticas, sea redundante en este caso particular.
Como escribe Andrés Mejía Vergnaud, proponente del Sí durante la campaña previa al plebiscito,
es difícil aceptar que aquello que fue rechazado mediante un plebiscito pueda revivir por una vía diferente, o al menos sin pasar por un examen similar… Por lo anterior, Colombia se embarcaría en la implementación de un acuerdo de paz que no gozaría de aceptabilidad y credibilidad general. Una gran parte de la población sentirá que el acuerdo fue introducido por la puerta de atrás y que su voluntad fue desconocida. Esa es una base política muy débil para construir una paz estable y duradera.
Y la verdadera refrendación de los acuerdos se trasladaría, así, a las elecciones presidenciales de 2018, que se convertirían en una especie de nuevo plebiscito. Una especie de batalla final en la que se enfrentarían, en coalición, las fuerzas que se oponen a los acuerdos contra aquellas que los apoyan. Y de este modo, algo tan importante como la paz del país pasaría a depender de aquellos factores accidentales que suelen influir en las elecciones presidenciales, como la popularidad del gobierno de turno, el carisma personal de los candidatos, y la disponibilidad de “mermelada” para poner al clientelismo regional a marchar.
Un nuevo plebiscito es riesgoso y es costoso. Pero sólo este mecanismo podría producir una paz duradera. Un resultado que le convenga a Colombia, y no solamente al presidente Santos. Unos acuerdos que sean sostenibles en el mediano y largo plazo.
Por otro lado, es importante no perder de vista que lo que está decidiendo el congreso en Colombia no es sólo aprobar un acuerdo entre Santos y las Farc, sino también, como explica Thierry Ways, “los poderes especiales que tendrá el presidente para legislar o modificar la Constitución, prácticamente sin contrapesos, por un plazo de hasta doce meses”.
Lo que hoy se conoce en la prensa como el fast track, añade Ways, es realmente “un atajo”,
un desmadre jurídico como nunca ha conocido el país. Que quede claro el precedente que se crearía: un presidente, por impopular que sea, se otorga poderes especiales para cambiar la Constitución y las leyes por medio de un trámite abreviado y prioritario. Sin autorización del presidente, el Congreso no podrá modificar los proyectos propuestos. Y todo sin que el pueblo haya autorizado esas facultades. Peor aún: habiéndolas negado de manera explícita en una consulta popular abrumadoramente sesgada a favor del mandatario. Nunca Hugo Chávez, con todas sus leyes habilitantes, gozó de semejante poder sin control.
Y ahora resulta que las FARC salen a amenazar a los colombianos con que, si no aceptan someterse al yugo del fast track o poder absoluto presidencial ejercido por Santos, retoman las armas:
"Sin 'fast track' volveríamos al monte": Cúpula de las @FARC_EPueblo https://t.co/JqcWnOG2uZ pic.twitter.com/RItzVO5rml
— Revista Semana (@RevistaSemana) November 30, 2016
Con pocas excepciones, la prensa colombiana está incumpliendo con su labor fundamental de llamar las cosas por su nombre. Una vez más, la democracia constitucional está bajo peligro.