EnglishLa dignidad requiere libertad. Sólo cuando seamos verdaderamente libres —cuando no seamos gobernados por nadie— viviremos con dignidad.
El Estado roba nuestra dignidad. Impone autoridad, se nutre del miedo, obliga al colectivismo, exige conformidad y requiere la capitulación. Niega el respeto de los derechos y responsabilidades individuales, la esencia de la dignidad humana.
Puede que una víctima tenga que obedecer a su secuestrador para sobrevivir. Pero si además acepta la autoridad del secuestrador, incurre en un error de percepción, o demuestra la debilidad de su carácter. Y si se alía con el criminal, se convierte en un criminal.
El Estado nos secuestra al nacer, y tenemos que decidir cómo responder a esa situación. Tolerar al Estado es corrosivo, valerse de su poder es un error, y afiliarse con él es inmoral.
Luchamos para mantener la dignidad mientras toleramos al Estado, sobreviviendo en un sistema que no hemos creado. Nos sometemos a la carga de los impuestos, la legislación y la regulación, en cumplimiento de obligaciones que sabemos son injustas, fingiendo respeto por aquellos que despreciamos.
Sacrificamos dignidad si exaltamos al Estado, apoyando lo que debe ser condenado. Perdemos nuestra dignidad si nos convertimos en parte del Estado.
El Estado nos dificulta ver la verdad. Sus escuelas nos adoctrinan. Los intelectuales en las instituciones de educación superior refuerzan nuestra confusión. Los medios de comunicación, influenciados e intimidados por el Estado, difunden su punto de vista.
Algunos de nosotros llega en algún momento a ver el mundo con los ojos abiertos. Llegamos a reconocer que el Estado es una organización criminal, deshaciéndonos de la ilusión de su legitimidad. Mantenemos cierto grado de dignidad con el simple hecho de saber la verdad y evitar involucrarnos con el Estado.
Muchos de nosotros, sin embargo, vamos por la vida con los ojos cerrados ante la verdad. No estamos expuestos a las ideas y reflexiones que contradicen lo que nos han enseñado. Aceptamos lo que creen los que nos rodean.
Incluso cuando tenemos la oportunidad de explorar la verdad, puede que rechacemos hacerlo. Es difícil reconocer que se nos ha defraudado, que hemos vivido en una fantasía, que hemos apoyado a una institución que nos perjudica. Queremos sentir que pertenecemos al grupo y evitar conflictos. Pero eso tiene un costo: La ignorancia disminuye la dignidad, sobre todo cuando nuestra ceguera es voluntaria.
Cualquier relación con el Estado que no sea la oposición, degrada nuestra dignidad. Dado que tenemos que soportar día a día el insultante control del Estado en nuestros hogares, cuando trabajamos o viajamos, por lo menos deberíamos reconocer que hemos perdido nuestra libertad y que existe una mejor manera de vivir. También debemos expresar nuestra opinión.
El participar activamente en las instituciones del Estado es peor. Es indigno pedir al gobierno que emprenda acciones que consideraríamos inmorales si las llevásemos a cabo nosotros mismos. Sin embargo, la cacofonía de demandas de privilegio, saqueo, coerción, violencia, persecución y abuso es ensordecedora.
La política es un síntoma del gobierno, no una cura . Es indigno de pretender que el Estado pueda ser reformado, o que una constitución lo restrinja. La naturaleza del Leviatán es muy particular; ignorar esto es vivir en el ensueño en lugar de la realidad.
Hacer negocios con el Estado significa asociarse con el diablo. Debemos evitar ese tipo de comercio, y criticar el favoritismo de todo tipo.
Unirse al Estado es inmoral. Renunciamos a nuestra dignidad si vivimos una vida de crimen, y el Estado es, de hecho, una organización criminal.
¿Cómo debemos responder ante el Estado? La compasión nos alienta a dejar que los demás vivan con dignidad y gocen de su plena humanidad. Y esto requiere de la libertad, del fin de los gobernantes.