La ley debe ser el límite de todos nuestros apetitos; pero, como advirtió Frédéric Bastiat, se ha convertido en la mera expresión de estos apetitos. Las consecuencias nefastas de esta perversión van más allá del caos legal en el que vivimos, pues la ley se convierte en una fuerza oculta, manejada por burocracias no electas que protegen sus propios intereses.
La justicia deja de ser el justo medio, la barrera que protege a los agredidos de sus agresores. Como tal, la justicia termina siendo el escudo protector del poder establecido, de las burocracias dominantes que se sientan a devorar a sus propios hijos en una orgía de demagogia y venganza. La justicia deja de ser ciega; su balanza deja de tener equilibrio. Comienza a mantener un sesgo, favoreciendo al poder estatal frente al individual.
Al final, no percibimos la realidad de que la verdadera corrupción consiste en tratar de hacer, a través de leyes y mandatos gubernamentales, lo que un individuo puede hacer sin problema a través del intercambio voluntario. La corrupción está en el Gobierno omnipotente.
Las masas quieren justicia, o por lo menos así lo dicen. Se vio cuando salieron a las calles de Buenos Aires a protestar en contra de la corrupción del gobierno de Fernando De La Rúa, quien había sobornado a senadores. Muy similares son las acciones actuales en Guatemala contra el presidente Otto Pérez Molina. En el intermedio, presidentes como Alberto Fujimori en Perú y Francisco Flores en El Salvador han caído presos.
Sin embargo, ¿tenemos mejores Gobiernos? Si el caso argentino es un precedente, la situación no sólo no ha mejorado, sino que está mucho peor. Los niveles de corrupción en Argentina están entre los peores del mundo y superan con creces cualquier intento de soborno en el Senado que justificó la caída de De La Rúa. No obstante, la masa sigue votando por corruptos, y parece que así será siempre y cuando los gobernantes sigan repartiendo los panes y los peces.
Nadie llega al poder con las manos limpias, y al tigre no le gustan aquellos que intentaron cortarle sus garras
Con el tiempo, los hechos dan la impresión de que los pequeños intentos de hacer justicia en nuestro continente no son justicia, sino un pase de cuentas del sistema establecido. Las acciones contra gobernantes corruptos parecen una vendetta contra aquellos que “traicionaron” al sistema, o contra aquellos que hay que convertir en chivos expiatorios cuando las cosas van mal.
Cuando la ley se convierte en la expresión de nuestro apetito por depredar a nuestros conciudadanos, esta deja de ser un instrumento de justicia y se convierte en uno de agresión. Como sugería H.L. Mencken, la política expresa esa agresión en una “subasta adelantada de artículos robados”.
Preparadas desde el inicio a repartirse el botín una vez en el poder, las organizaciones políticas se convierten en verdaderas organizaciones criminales. Los intelectuales, empezando por los economistas y juristas, crean todo tipo de apologías para “justificar” aquel saqueo. De hecho, siempre he pensado que la razón por la cual los intelectuales tienden a ser socialistas es que el Estado es su mayor empleador.
Las instituciones públicas, entre ellas los órganos encargados de hacer justicia, son perros guardianes de este status quo. Estas instituciones no se crearon en el vacío. Más bien son producto de la política y de su apetito depredador.
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Entonces, para los idealistas, ¿qué se puede hacer ante este panorama? Primero, debemos dejar cualquier ilusión de que el sistema se puede reformar por sí mismo. Aunque algunas reformas menores son posibles y se han logrado, reformar el sistema como tal es como bajarse de un tigre.
Y primero hay que llegar al poder, pero al poder no se llega gratis; hay que ofrecerles algo a cambio a los grupos que te apoyan. Debemos perder cualquier ilusión de que es posible llegar al poder con puro idealismo, sin ofrecer favores de cuestionable ética por el camino. Luego, cuidado con el tigre: las leyes son lo suficientemente ambiguas y complejas como para condenar a cualquiera si así se lo propone el sistema.
Yo no digo que los que han sido acusados no son culpables. Sólo digo que nadie llega al poder con las manos limpias, y que al tigre no le gustan aquellos que intentaron cortarle sus garras.
Por esta razón, la depravación moral que se percibe en la Cuba de Fidel Castro se acepta como legítima, mientras que, en otros lugares, los gobernantes caen presos por mucho menos. Cuba es el lugar donde el tigre más ha podido crecer sus garras, y Fidel ha logrado consolidar su ideología.
Los liberales tenemos que entender que la corrupción es la esencia del gran Estado, y que un tigre no se puede domesticar. Como decía Friedrich Nietszche: “el Estado es el más frío de los monstruos fríos. Miente fríamente, y esta es la mentira que se arrastra de sus labios:’yo, el Estado, soy el pueblo'”.
Olmedo Miró es un agricultor y economista radicado en Chiriquí, Panamá. Sígalo en Twitter: @olmedovirtual.