Hace un par de semanas llegué a Bogotá. Me había ido a pasar vacaciones a otra ciudad y no estuve en las dos primeras semanas de gestión del alcalde Peñalosa. Yo no voté por él, pero me alegró su triunfo: a fin de cuentas, Peñalosa representaba retomar una senda abandonada en 2003, en la cual la Bogotá próspera y urbanizada había sucumbido a la tragedia de los comunes y al capitalismo de amigotes y roscogramas disfrazados de Gobierno proletario.
Sin embargo, la emoción no duró mucho. Ese viernes que regresé, me dirigí a la Av. Jiménez con 7ma en un Transmilenio. Parecía un día normal. Llegando a San Victorino se subió un vendedor ambulante, la misma trillada historia de que está sin trabajo, probablemente cierta. De un momento a otro se acerca al vendedor un policía corpulento, no parecía ser un mando bajo, sino de aquellos que tienen autoridad dentro de la fuerza pública. Toma al vendedor de la camisa y le dice de forma sosegada pero directa: “Por favor deténgase. Usted sabe que esto está prohibido. Acompañeme a la estación de policía”.
La imagen me transportó inmediatamente a inicios de la década pasada, cuando la “Bogotá coqueta” se transformaba en la “Bogotá, 2.600 metros más cerca de las estrellas”. Eran imágenes ya vistas, circunstancias ya vividas. De hecho, el conocido documental Bogotá Change, en el que se retrata la transformación que la ciudad vivió en la era Mockus-Peñalosa-Mockus, las retrata perfectamente: nos hace ver que la historia de lo que está comenzando a suceder no es nueva (ver desde el minuto 5:00 en adelante).
Aunque Peñalosa es un gran abogado del rol que el sector privado tiene en la vida pública, no podemos olvidar que ante todo sus posiciones son estatistas. En esta Alcaldía no parece haber espacio para la autorregulación, ni para los codazos morales (nudges) a los que nos acostumbró Antanas Mockus hace 20 años. Independientemente de las nobles razones que aduce para impulsar sus políticas, siempre ha recurrido a la fuerza, como con la persecución de los vendedores ambulantes y en general de los informales, así como a las restricciones al uso de vehículos particulares valiéndose siempre del poder estatal para imponer su visión.
Por eso no sorprende que ahora se proponga, tal vez con las mejores intenciones del mundo, como suele ser la consigna del colectivista, que se prohíba la circulación de carros por una hora en la ciudad. La medida, además de no tener en cuenta que la congestión vehícular simplemente se va desplazar a horas diferentes, es una clara muestra de que este Gobierno pretende planear la vida de los ciudadanos en lugar de fomentar las sinergias necesarias para que el orden se construya desde abajo hacia arriba. Exactamente la misma posición del tirano arrogante que acaba de abandonar el Palacio de Liévano.
Vivimos en una dictadura sutil, basada en una idea de desarrollo impuesta, que no ha surgido de la sociedad y a la que además se le reviste con la fuerza del derecho
De otro lado, resulta muy doloroso ver cómo los vendedores ambulantes están siendo perseguidos por la policía. Personas que todos conocemos en las aceras vecinas a nuestros lugares de trabajo cuyo único pecado es no tener el dinero para convertirse en reputados comerciantes, pero que con sus modestos ingresos sustentan a grupos familiares enteros. Pasamos de la era en que era necesario mantener al informal en la pobreza para así alimentar el populismo, a una en la cual la informalidad es pecaminosa y debe ser perseguida.
Ese es el espíritu de los tiempos que vivimos, en los que se persigue todo tipo de informalidad y se endurecen los requisitos para acceder al mercado, dejando solamente a los amigos del burócrata de turno en el mercado, mientras los comerciantes de las aceras de los “san andresitos” son perseguidos con la fuerza del Leviatán. En esta mentalidad vemos los crecientes esfuerzos para hacer desaparecer el papel moneda, de manera que el cartel financiero que controla los bancos del país pueda cobrar más cuotas de manejo, pueda aumentar su número de clientes y pueda controlar más y mejor los recursos del público colombiano.
[adrotate group=”7″]Vivimos entonces en una dictadura más sutil, basada en una idea de desarrollo impuesta, que no ha surgido de la sociedad civil y a la que además muchas veces se le reviste con la fuerza del derecho, porque como dijera Gómez Dávila, “lo que complace al príncipe tiene, sin duda, vigor de ley”.
Yo creo en Enrique Peñalosa y doy fe de que sus ideas tienen el potencial de transformar la Bogotá en la que vivimos, sin oportunidades para los excluidos. Sin embargo, aunque me parece un sujeto visionario, con determinación y muy astuto, Peñalosa tiene por pecado el que pocas veces es sagaz. Es verdad que la fuerza del Estado es capaz de desencadenar transformaciones radicales en la sociedad civil, sin embargo, es un poder muy complejo de usar en el que la fuerza debe ser el último recurso.
Peñalosa no debe olvidar que la última vez que se valió de la fuerza para imponer su visión de la sociedad, lo colombianos lo castigaron con más de una década de derrotas electorales. Tanto va el agua al cántaro hasta que finalmente lo revienta.
Daniel Salamanca-Pérez es un abogado y docente universitario colombiano. Síguelo en @_Hermeneuta.