Por Carlos Díaz
La reciente expedición de la ley ‘anti-contrabando’ en Colombia impone nuevos obstáculos a la libre competencia en el país.
En una jerga técnica y llena de subterfugios, la ley pretende hacer creíble que el aumento de trámites y papeleo busca “asegurar un comercio fluido y seguro para dar cumplimiento a los acuerdos comerciales suscritos por Colombia”. Según el texto, las aduanas deben controlar las “prácticas que representen un riesgo potencial desde el punto de vista del fraude y evasión tributaria“.
Y para llevar a cabo tan loable cometido, la Dirección Nacional de Impuestos y Aduanas (DIAN) se compromete a “fortalecer la lucha contra el contrabando” y a mantener el “equilibrio entre… las operaciones de comercio exterior y el control aduanero”.
Así las cosas, usando principios bonitos, el Ministerio de Hacienda y el Ministerio de Comercio quieren que creamos que las aduanas son un instrumento de la política económica. Según su lógica, es necesario extirpar el ‘mal’ del contrabando. En realidad, sin embargo, pretenden aumentar la regulación draconiana al comercio, la cual ha sido la regla en este territorio desde finales del siglo XVIII hasta el presente.
Al fin y al cabo, debemos convencernos que el Estado — es decir, los funcionarios cuyos salarios pagamos los contribuyentes con nuestros impuestos — es la única institución capaz de organizar la vida en sociedad. Supuestamente, el Estado destruye los peligros y los males exteriores que, como el contrabando, nos corrompen a todos.
Nada de esto es nuevo. En 1796, el José Manuel de Ezpeleta, Virrey de Nueva Granada (1789-1897), bajo supuestos morales tal como los que presenta el gobierno actual, estaba convencido que “siempre que hubiese un honesto motivo para ir y venir de las colonias extranjeras vecinas, se haría el contrabando, sin poderse evitar”. El Virrey, de hecho, pensaba que el contrabando era una pandemia que abusa de la buena fe de los hombres. Y no fue poco dinero el que usó para “guardar las costas, aprehender e impedir el contrabando que se haga o pueda hacerse por ella”.
En la misma línea de argumentación, el independentista Mariscal de Campo Narvaéz y La Torre afirmó que “la codicia inducirá a algunos malos vasallos a dedicarse al contrabando”. Y en el extremo del surrealismo, el Virrey Ezpeleta recomendaba a su sucesor como Virrey de Nueva Granada, Pedro Mendinueta (1789-1803), enviar cartas “a los prelados suplicándoles hiciesen entender por medio del confesionario y del púlpito la criminalidad inseparable del contrabando”.
Pero en lo que no reparaba la argumentación moral de estos funcionarios era en el atractivo económico ofrecido por el contrabando. Al respecto, la opinión de Francisco Silvestre en el siglo XVIII es lapidaria:
La unica raiz de este mal [el contrabando], que jamas se curará sin arrancarla, está en España, consiste en los excesivos derechos (aranceles), que se han cargado en ella a su entrada a los generos (productos) estrangeros y a los que a su salida, y entrada en Yndias se les han aumentado.
Silvestre agrega que los impuestos a los productos extranjeros en ese momento era muy superior al 30% y, no obstante, los productos se venden ilegítimamente por precios 70% u 80% menores “que los conducidos de nuestro comercio lejitimo por Cadiz”.
Así que, incluso considerando las penas en que incurriría por violar la ley y los enormes riesgos que conllevaba el contrabando, el comerciante del siglo XVIII estimaba que el comercio ilegal ofrecía mayores beneficios que el legal. En otras palabras, durante la era de la Colonia, participar de la legalidad paradójicamente implicaba costos más altos que estar al margen de la ley, la cual claramente desincentivaba la actividad comercial.
Y acá por ley debemos entender el comercio monopolista español. Pero haciendo caso omiso de estas realidades, como es usual en los gobiernos, las medidas draconianas no hicieron más que endurecerse con el tiempo. En ese sentido, el Virrey Gil y Lemus ordenó prohibir “la entrada de los barcos extranjeros, cualquiera que sea el pretexto que aleguen”.
Es evidente que las regulaciones comerciales españolas estaban orientadas a obtener ingresos vía aduanas y favorecer a determinados grupos de comerciantes agremiados en los Consulados de comercio de los principales puertos habilitados. En últimas, el beneficio era para el Estado, o más bien para sus funcionarios y sus amigos.
Regresando al presente en Colombia, el aumento de regulaciones que establece la reciente ley le pone trabas a la libre competencia y, con ello, a los pequeños comerciantes que buscan ingresar al mercado. Tal como en el pasado, solo los más grandes resultan protegidos. Y el contrabando, lejos de acabarse, termina fortaleciéndose.
De hecho, la ley colombiana actual promueve el contrabando; el Usuario Aduanero Permanente es quien realice exportaciones o importaciones por mínimo cinco millones de dólares en un año. Si comercia en “sistemas especiales”, el monto mínimo de exportación es de 2 millones de dólares.
Por otro lado, quien realice transacciones iguales o superiores a 2 millones de dólares, y en las que el valor exportado represente por lo menos el 30% de las ventas, califica como Usuario Altamente Exportador y tiene el privilegio de no someterse a “la inspección física aduanera, sin perjuicio de que la autoridad aduanera pueda realizarla de manera aleatoria o selectiva cuando lo considere conveniente”.
Esto sólo ofrece una ventana legal al contrabando de gran escala, que tiene cierto paralelo con las licencias para importar harina norteamericana que concedió el Virrey de Nueva Granada Caballero y Góngora (1782-1789), un reconocido contrabandista.
Considerando el salario mínimo colombiano (COP 689.454 o USD 203), los montos exorbitantes establecidos para los importadores y exportadores oficiales bastan para comprender a quién protege la política comercial colombiana y cuál es la función del Estado. El régimen dice promover un “comercio fluido y seguro”, pero solo perjudica al pequeño comerciante y privilegia a los sectores ‘líderes’ que merecen recibir prerrogativas.
La nueva ley únicamente facilitará aún más el surgimiento y fortalecimiento de grandes y poderosas mafias de contrabandistas. También aumentarán los casos de corrupción involucrando a los inspectores de aduana.Y todo esto se dará a costa de nuestros impuestos que pagamos tanto para financiar los elevados trámites que le impiden a los pequeños empresarios acceder fácilmente al mercado, como para armar a ‘los cruzados que luchan contra el contrabando’.
Siempre que el Estado decreta una prohibición, no consigue extinguir la actividad que impide, sino que la exhorta a organizarse fuera de la ley con sus propias reglas, siempre dominadas por el crimen.
Como afirmó el economista Milton Friedman en los años noventa para referirse al narcotráfico, el poderoso hijo del contrabando: “en la guerra contra las drogas, vista desde un punto de vista estrictamente económico, el papel del gobierno es proteger al cartel narcotraficante”.
Carlos Díaz es historiador de la Universidad Nacional de Colombia.