Por Eduardo Mackenzie
Los famosos “cables del Departamento de Estado”, que la fauna comunista trata de utilizar desde hace 25 años como arma difamatoria contra el ex presidente y senador Álvaro Uribe, han vuelto a asomar la cabeza. Esa gente creía que con sacar de nuevo ese refrito afectarían de manera dramática las convicciones del electorado colombiano, tres días antes de la primera vuelta de la crucial campaña presidencial.
¿Esa era “la bomba” que estaban preparando en secreto para ayudarle al desvencijado y mentiroso Gustavo Petro, candidato de las Farc y de los demás extremistas del país? En realidad, el operativo de manipulación se les fue a tierra antes de que levantara vuelo.
En el colmo de la desvergüenza, El Espectador lanzó la falsa “chiva”. El matutino antiuribista pretende que el New York Times ha “divulgado” una serie de “cables diplomáticos” que “ponen en una posición comprometedora al expresidente Álvaro Uribe Vélez.” ¿Pero dónde están esos cables? En ninguna parte. El Espectador no los publica. El New York Times tampoco.
Lo que el diario americano divulga es un artículo de Nicholas Casey, su corresponsal en Venezuela.
Casey es un periodista profesional. Escribe con cuidado y no se deja lanzar a aventuras histéricas, como quisieran los mamertos colombianos. En su artículo, Casey no dice en ningún momento que en los “cables desclasificados” del Departamento de Estado hay algo que pruebe que el ex presidente Uribe tuvo alguna vez en su vida vínculos con narcotraficantes. Casey no dice eso.
Él dice otra cosa: que los diplomáticos americanos que investigaron la trayectoria de Álvaro Uribe, desde antes de que fuera elegido presidente de la Republica de Colombia, “no encontraron pruebas contundentes que respalden las acusaciones” que lanzaban contra él sus adversarios. Esa frase de Casey, que El Espectador escamotea, estructura el artículo del New York Times.
Una cosa es sugerir y otra es probar. Una cosa es afirmar y conjeturar y otra aportar la prueba de lo dicho. Una cosa es calumniar y otra develar la verdad. Esa distinción es la base del periodismo.
El Espectador escribe: “Uno de los cables desclasificados señala que la agencia norteamericana DEA tenía entre sus reportes que 21 de los 100 senadores que fueron elegidos en 1991 eran sospechosos de tener vínculos con el narcotráfico. Y señala el documento: ‘Como mucho otros políticos colombianos, Uribe Vélez es sospechoso de involucrarse con la industria del narcotráfico en Colombia’”.
¿Cuál documento? El diario bogotano no publica los cables desclasificados, luego se refiere únicamente al artículo de Casey. ¿Y este qué dice? Algo muy diferente: que “los cables estadounidenses ofrecen una mirada a las acusaciones que Uribe enfrentó durante su ascenso político.”
Ofrecer “una mirada” de lo que algunos decían en 1991 sobre Álvaro Uribe nada tiene que ver con una prueba. Todas las embajadas hacen lo mismo: envían informes a sus gobiernos sobre lo que acontece en cada país, sobre todo en materia política. En esos informes recogen de todo: las declaraciones oficiales y extraoficiales, pero también lo que dice la prensa, lo que dicen otros diplomáticos, lo que dicen en privado ministros, militares, políticos, personalidades y hasta lo que se rumora en los cafés. En esos cables confidenciales hay de todo y tiene que haber de todo: hechos ciertos, hipótesis y hasta mentiras. Eso es lo que aparece en los “cables desclasificados” del Departamento de Estado.
La prudencia con la que Casey maneja esa documentación muestra que él sabe muy bien que en esos cables no hay nada que pueda implicar al ex presidente Uribe. En cambio, El Espectador, que se cree más astuto que Nicholas Casey, extrapola una conclusión ilegítima, no probada: pretende que esos cables (que ese matutino no ha visto) “comprometen” al ex presidente.
No es la primera vez que El Espectador urde intrigas innobles contra algunas personalidades con el cuento de que el Departamento de Estado tiene la “prueba definitiva” de la culpabilidad de alguien. Recuerdo un artículo que lanzó en octubre de 2009 cuando el coronel Alfonso Plazas Vega estaba detenido por falsas acusaciones por su combate heroico contra el M-19 en el asaltado Palacio de Justicia, de 1985. El documento invocado no era la posición del Departamento de Estado. Era solo la simple transcripción de las frases de una ONG que quería ver condenado al Coronel Plazas, quien será ulteriormente declarado inocente por la Corte Suprema de Justicia.
Nicholas Casey debe saber que esas manipulaciones existen y quizás por eso tuvo la honestidad de recordar en su artículo de dónde podían venir las intrigas sempiternas contra Álvaro Uribe al escribir que “la Corte Suprema de Justicia de Colombia ordenó una investigación sobre un caso de manipulación de testigos contra Uribe que involucra al Bloque Metro, un grupo paramilitar y narcotraficante con sede en Medellín.” A Casey se le olvidó decir que las FARC y el PCC siempre se han alineado con sus aparentes enemigos paramilitares para tratar de asesinar moralmente, con falsedades, al presidente Uribe por haber éste combatido con éxito tanto a las guerrillas marxistas como a los paramilitares y a los narcotraficantes de diferente pelambre.
El Espectador no se pregunta por qué el Departamento de Estado nunca actuó contra el presidente Uribe y, por el contrario, mantuvo siempre una relación de cooperación y respaldo con sus dos gobiernos, sobre todo en materia de lucha contra el narcotráfico y contra el terrorismo comunista.
¿Si en esos archivos había documentos “comprometedores” contra Uribe por qué Washington no los utilizó jamás? No es difícil responder: porque el Departamento de Estado sabe distinguir entre lo que es una campaña de intoxicación y desinformación comunista y la verdad, y porque sabía y sabe muy bien quien es Álvaro Uribe.
Eduardo Mackenzie es periodista y escritor.