Por María Oropeza*
No toda la generación que creció bajo los regímenes de Chávez y Maduro ha emigrado, ni tampoco todos los que se quedaron han luchado contra la catástrofe que hoy vivimos. Hay otra generación venezolana, una bastante grande y silenciosa: la de las Fuerzas Armadas.
Así como algunos han huido de la desgracia socialista, otros han decidido quedarse aquí, combatiendo. Un tercer grupo, por su parte, es utilizado para arremeter contra aquellos que juró defender.
Chávez abrió las puertas para que las guerrillas, grupos terroristas, paramilitares y cualquier fuerza oscura de la geopolítica entraran y se refugiaran en nuestro territorio. Mientras tanto, cambiaba el nombre de la Fuerza Armada Nacional; los politizaba, los adoctrinaba, los intervino al punto que hoy día su mayor divisa y honor es el comandar los resguardos de colas por comida y/o gasolina; algunos apuntando sus armas contra estudiantes que reclaman sus derechos y otros enfrentándose a las mafias del arco minero, no para proteger sino para ver quién se queda con él.
Hay quienes piensan que Nicolás Maduro es un idiota. Yo pienso que es un asesino que sigue al pie de la letra el “plan de la patria”. Yo pienso que es un psicópata capaz de exigirle a los soldados de la Fuerza Armada Nacional no mantener contacto con sus madres, esposas e hijos. No es nada tonto: todos saben que los familiares de los militares también pasan hambre y miseria en este país. Quien es capaz de esto no es sano, sino dañino; no es ingenuo, sino malintencionado.
Creo que de esta generación, a ellos les ha tocado la peor parte. Son utilizados por titiriteros y mafiosos de altos rangos para atentar contra su propia gente, obligados a callarse ante la injerencia de tiranos extranjeros en nuestra soberanía nacional, a callarse también ante los llantos de niños hambrientos mientras ellos con palos acomodan a sus madres en cola como si fuesen ganado. Sin importar el sol o la lluvia, siempre tienen lista el arma con la que dispararán al primero que grite “libertad”. Sin dudas, la peor parte les ha tocado a ellos, porque no tienen otra opción que excusar cualquier acción con disciplina y mandato por “órdenes de arriba”.
Cada daño ha sido muy bien planificado, estructurado e intencional. No digo que sobra, pero seguro que tampoco escasea la dignidad entre esas filas; seguro que también sueltan lágrimas cuando sus familiares confiesan no soportar tal o cual situación o cuando cualquier ciudadano lleno de decepción le reprocha no alzarse ante los totalitarios y criminales que usurpan el poder.
Ellos lo saben igual o mejor que nosotros mismos: la Fuerza Armada Nacional también tiene un deber moral con Venezuela, tanto de nosotros, los civiles, como de ellos depende la restitución de la República para que las generaciones recientes y siguientes puedan disfrutar de la libertad y prosperidad.
Solo en libertad podremos ver a militares al servicio de la nación, gozando del respeto de conciudadanos a quienes no solo jurarán proteger, sino que así lo harán, sin perseguir o asesinar por tildes políticas.
En esta generación, no solo los civiles tenemos responsabilidad y deber moral de rebelarnos ante la tiranía. En la Fuerzas Armadas ese peso es incluso mayor, pues su función principal es servir y ser leales a la nación, no servirse de las migajas de un país que colapsó.
* María Oropeza es abogada y coordinadora juvenil de “Vente Venezuela”.