Por Pedro Urruchurtu*
En política, la simbología del poder es tan importante como su ejercicio, no solo por aparentar tener el control, sino por realmente tenerlo. Enero ha comenzado de una forma tan turbulenta como se preveía, pero con una carga simbólica importantísima que, de no aprovecharse a tiempo, terminará en una enorme frustración, luego de un resurgimiento de emociones enmarcado en la esperanza.
El mundo, sin tapujos, ha desconocido al régimen de Nicolás Maduro por completo. Ese régimen, cuya legitimidad de ejercicio venía en picada desde su nacimiento, hoy se enfrenta a la deslegitimación de origen por provenir de un fraude. Lo ocurrido alrededor del 10 de enero, con una casi irrepetible alineación de factores externos e internos, puso en bandeja de plata al nuevo presidente de la Asamblea Nacional, Juan Guaidó, la oportunidad de llenar un vacío de poder en el poder Ejecutivo, mientras Maduro usurpa, a su vez, un cargo del cual no tiene legitimidad.
Más allá de los dimes y diretes y de haber asumido los artículos 233, 333 y 350 de la Constitución, después de enormes confusiones, mensajes encontrados y gran presión nacional e internacional, para muchos no ha quedado claro que hay un presidente interino en Venezuela y que, de la mano de la Asamblea Nacional, debe conducir el proceso de transición en marcha.
Pero, ¿por qué no está claro? Porque no basta con ser algo, si no se parece tal cosa. No hay nada peor que anunciar algo sin claridad, sin fuerza, con espacio a la duda. Juan Guaidó puede estar investido como jefe de Gobierno, de Estado y comandante en Jefe de la Fuerza Armada Nacional, pero si no se asume la simbología del poder —ni sus formalidades— las señales que se emiten de reconocimiento (dentro y fuera) no solo corren el riesgo de disiparse, sino que la confianza se debilita y el tiempo y el sentido de oportunidad se desvanecen. Dicho de otro modo, pocas veces se configura una oportunidad como la que se tiene en frente: apoyo, reconocimiento, compañía y fuerza: todas necesarias para que el poder se asuma y se ejerza.
Incluso un acto de juramentación formal y aceptación de la presidencia (sin mayores detalles, pero sí formal) haría que quienes aún han hecho tímidos pronunciamientos —y quienes abiertamente han mostrado su disposición—, opten por reconocer y apoyar el nuevo poder de transición; porque se reconoce como único poder legítimo y porque es la cabeza sobre la cual recae dicha transición. Luego, todos los demás actos vienen por añadidura, y los respaldos institucionales requeridos terminan por llegar, a la par del desconocimiento de un régimen que, aunque siga actuando, se verá cada vez más aislado.
Los símbolos son esenciales. El régimen los sigue utilizando aunque el mundo los desconozca y aunque nadie les crea lo que dicen. Por su parte, Guaidó, con apoyo de múltiples sectores, no termina de asumir la imagen que recae sobre él ni utiliza los símbolos que su verdadera legitimidad le brinda – y de los que carece Maduro, porque simplemente no es legítimo.
El mundo, las instituciones, la opinión pública, todos son favorables a Guaidó, como nunca. Pareciera que todos le envían señales, le piden y hasta le ruegan que asuma el poder en una oportunidad única – porque el momento puede pasar. Mientras más actúe el régimen y finja que todo está normal, mientras más tarde Guaidó en asumir el rol en el que la historia lo puso, más difícil será asumir la transición que, tarde o temprano, llegará, y debe procurarse como ordenada. Mientras más tiempo pase, más difícil será asumir lo que, pareciera, no se quiere asumir.
El debate de asumir el poder antes de ser reconocido por el mundo y las instituciones (como la Fuerza Armada Nacional) o después de ese reconocimiento, está descartado, cuando vemos que la disposición al apoyo a Guaidó es inminente y creciente, en tanto y cuanto se asuma y se demuestre que se quiere el poder. Si la percepción, como la simbología, empieza a inclinarse a la postergación y la duda, entonces estaremos frente a una enorme y exigente oportunidad histórica perdida.
Guaidó no puede pedir a otros que asuman la desobediencia y el desconocimiento al régimen, junto a la restitución de la Constitución, si él no es capaz de asumir su propio rol en esa Constitución y hacerlo cumplir. Siendo un tema de percepción —y de garantías, como ha dicho reiteradamente el joven Guaidó—, la única manera de que lo apoyen aquellos a los que pide respaldo, es que noten en él las ganas de asumir lo que representa. Siendo débil y dubitativo, no lo logrará.
Es el momento de usar la fuerza que se posee, traducida en apoyos y en reconocimiento, para presionar y hacerle entender al débil que el tiempo se le agotó. Jugar bajo sus reglas y seguir dándole oxígeno, creyendo que el tiempo lo debilitará incluso más, solo le dará más cartas en ese juego. Es solo posicionándose como el fuerte que se puede llegar a una negociación real que derive en una transición definitiva hacia la democracia. Lo contrario sería más de lo mismo en un país que no está para repetición de errores.
Sabemos que no es fácil, sabemos que implica riesgo y sabemos que el tiempo apremia. Guaidó y el país lo saben, pero Venezuela también le ha hecho saber al joven presidente Guaidó que lo apoyará y lo acompañará hasta la última consecuencia, porque la libertad está muy cerca.
Muy cerca.
* Pedro Urruchurtu es vicepresidente de la Federación Internacional de Juventudes Liberales (IFLRY) y coordinador Nacional de Formación de Cuadros de Vente Venezuela. Politólogo, egresado de la Universidad Central de Venezuela, donde se desempeña como profesor en la Escuela de Estudios Políticos y Administrativos.