Por Alejandro Sciarra*
La República Oriental del Uruguay se ha caracterizado a lo largo de su historia por sus aires familiares, su naturaleza, su cultura popular, el barrio integrado, la confianza en las instituciones y el orgullo de un sistema político instruido y limpio de corrupción. Todo esto, con los matices y excepciones que en toda nación existen.
Con el paso del tiempo, irrumpió a escala mundial la globalización, sobre todo en comercio y comunicaciones, que encarnizó la competencia con la región y el mundo, y provocó grandes cambios culturales a nivel internacional.
Permítaseme un paréntesis: como me decía otro uruguayo residente en el exterior (como yo), lo primero que uno aprende cuando pasa de un país de tres millones y medio de habitantes, a uno de sesenta millones, es a ser más humilde. Ahora la competencia es feroz, nadie sabe quién soy, mis estudios valen menos que los de un local y me expreso apenas mejor que un niño de diez años. Cierro paréntesis.
Uruguay, o mejor dicho, los uruguayos, carecimos de la humildad necesaria para enfrentar los cambios del mundo sin caer en la pedantería de creernos superiores. ¿Es que no podríamos ser una sociedad inclusiva, en vez de fracturada? ¿Acaso nuestras dimensiones no nos facilitan ser un país líder en seguridad ciudadana? ¿Por qué no podemos tener la educación pública en la que el hijo del empresario comparte el pupitre con el hijo del refugiado, como alguna vez sucedió? ¿No nos estará faltando humildad?
El sistema político
Hace algunos meses, una serie de informes independientes debería haber sido un baño de humildad, y en cambio, pasó por el sistema político como una tormenta de verano. La empresa consultora FACTUM realizó un ranking de confianza en las instituciones. Los resultados fueron alarmantes: los ciudadanos confían más en los bancos, en las Fuerzas Armadas, y en la Iglesia Católica, que en el parlamento y los partidos políticos.
La pérdida de confianza en el sistema político es como un viento que trae una marea de mesías de la perdición, de salvadores de la patria, de desunión y radicalismos. Tenemos que observar con atención lo que está ocurriendo en el mundo y dejar de lado la arrogancia que nos hace sentir inmunes.
La democracia
Por su parte, el informe Latinobarómetro divulgado en noviembre pasado revela que el apoyo al sistema democrático en Uruguay ha caído de 81% en 2009 a 61% en 2018.
Parece mentira que a tantos dé igual un sistema democrático o autoritario. Engreído. ¿Crees que existen las dictaduras buenas?
Estos informes, que deberían ser abono para el crecimiento y el fortalecimiento del sistema político, pasaron de largo, como una ventisca, dejando en evidencia una dañina ausencia de humildad para reconocer, ya no la capacidad, sino la obligación de mejorar la relación del engranaje político con su soberano.
La justicia
Al descreimiento en el sistema político y a la caída en el apoyo a la democracia se le suma una voz igual de perturbadora. Si bien en la mencionada encuesta de la consultora FACTUM, la justicia y el Poder Judicial mantienen su valioso tercer lugar tras los bancos y la policía, recientes cambios en la normativa que regula el proceso judicial penal han traído consigo una verdadera ola de críticas.
El nuevo proceso penal, que entre otras cosas, busca reducir la cantidad de personas aguardando su sentencia tras las rejas, y permite al fiscal de turno llegar a un acuerdo sobre la pena o indemnización con el acusado; de modo que reste al juez solamente homologar dicho acuerdo y darle cumplimiento. Así, últimamente las noticias dan cuenta de decenas de delitos que se archivan, o en los que el delincuente evita la privación de libertad, reduce hasta el ridículo su pena o incluso vuelve a su casa sin antecedentes penales.
En esta columna no ingresaré siquiera a una reflexión sobre nuestro sistema carcelario, ni el educativo, como coadyuvantes de la fractura social y la violencia crecientes. Esta columna intenta ser un desesperado llamado de atención sobre lo que estamos arriesgando como país. No alcanza con el convencimiento sincero de que uno mismo hace bien su trabajo. Cuando se forma parte de una mecánica tan compleja y tan valiosa como el sistema político, no es suficiente con mi correcta actuación o el esfuerzo y sacrificio que pongo en la tarea. Es necesaria una mirada humilde para entenderse parte de un todo que no funciona bien; y que es responsabilidad de todo actor político tomar las medidas necesarias y urgentes, aunque duela, para recuperar la confianza del ciudadano, el dueño último de su poder.