Por Graciela Mariño*
Frustración. Ansiedad. Depresión. Miedo. Ira. Odio.
Siento un hueco en el estómago que no sé qué es, de dónde viene o a qué se debe. Luego caigo en cuenta de que es la acumulación de todas esas emociones al mismo tiempo.
A las 05:30 de la mañana suena mi alarma. Dejo que suene por unos minutos más: sigo cansada y no quiero entrar en la realidad de tener que levantarme un día más sin luz ni agua.
A las 05:35 me paro, me asomo a la ventana y veo que el farol de la calle está apagado. Pareciera que a los venezolanos la esperanza nunca se nos acaba. Intento incluso encender la luz de mi dormitorio en caso de que sea el farol el que se dañó. Una vez más me digo “tienes que ser más realista”. No hay luz.
Me había bañado la noche anterior, ya con miedo de no tener agua a la mañana siguiente. Entonces, decido esperar unos minutos leyendo las noticias que me llegaron hasta el último minuto que tuve luz y teléfono.
Me visto, hago mi bolsa con ropa y efectos personales higiénicos, porque no sé ni dónde ni cuándo me va a tocar bañarme la próxima vez y es mejor estar preparado para no gastar gasolina yendo y viniendo.
Me aventuro a ver cómo amanece una ciudad nuevamente oscura y a buscar un sitio donde desayunar que tenga luz o planta. Todavía no sé si el apagón es en El Hatillo o en toda la ciudad. O en todo el país.
Agarro señal cuando llego a la autopista y presiento que el apagón es grande. Mi novio me dice que la Flor de Altamira tiene planta. Al llegar, hay unas diez personas comiendo. Me preparo para gastar mis dólares pero me informan que los puntos están funcionando. Me emociono.
Dudo si pedir dos cachitos (1) porque quizás hoy deba almorzar más tarde de lo normal. Me decido por uno: no quiero exagerar. Cuando termino de comer, me avisan que los puntos ya no funcionan y solo aceptarán efectivo y dólares.
Se me aguan los ojos por primera vez en el día. Sé que tengo suerte de tener dónde comer y de que pude bañarme la noche anterior. Pero la rabia y el miedo no me dejan estar tranquila.
Decido dar vueltas a ver cómo está la ciudad. Noto que tengo tres cuartos del tanque. Tengo que encontrar una gasolinera para llenarlo, ya que no es viable esperar a que te quede apenas un cuarto. Hay que ser prevenidos porque no sabemos por cuántos días más habrá gasolina.
Aviso a mis amigas del trabajo que la panadería está abierta pero que solo aceptan dólares. Me piden que compre queso y pavo. Regreso porque necesito hacer algo. No puedo quedarme parada. Cuando llego, ya hay una cola de aproximadamente veinte personas. Pregunto, por si acaso, si aceptan dólares y la gente no sabe cuál es el método de pago.
Pareciera que estamos tan paranoicos que decidimos hacer colas porque sí, para ver si se puede solucionar algo: agua, comida, gasolina. Vuelvo a preguntar y, con la confirmación de que solo se aceptan dólares, aviso a los demás. La mitad se retira.
Pago 10 dólares por 300 gramos de pavo y 400 de queso, precio considerablemente más caro que en países vecinos.
Decido que ya es hora de ir al trabajo, pero no sin antes parar en una farmacia que veo abierta para preguntar qué método de pago aceptan y qué están vendiendo, a efectos de alertar a conocidos.
La ciudad sigue siendo fantasma. Son las 07:50 y las calles permanecen vacías.
Llego a mi trabajo y subo las escaleras hasta el quinto piso a pie por primera vez en el día. Agradezco que son solo cinco pisos.
Entro directamente a cargar el celular y a comenzar la tertulia del “¿tú tienes luz? ¿Y agua? ¿A qué hora se te fue? ¿Te pudiste bañar?”.
Me actualizo con las noticias y comienzo a trabajar. Subo escaleras. Bajo escaleras. Vuelvo a subir. Me arrepiento de no haber comido aquel segundo cachito. A las 11:00, me entero de que volvió la luz a mi casa. Decido entonces volver y comer allí, y de paso, bañarme, porque quizás no pueda hacerlo más tarde.
Sin embargo, veo que tengo mucho trabajo y decido comer cerca de la oficina y arriesgarme a bañarme después. Pregunto si alguien ha visto una bomba abierta. La respuesta es negativa.
Busco a mi mamá. Vamos a comernos un sandwich en la misma panadería. La preparo para pagar en dólares. Pienso que debo establecer una amistad con el dueño para que me conozca y, en caso de otro apagón peor, quiera fiarme de ser necesario. Nuevamente, me sorprendo: hay punto de venta.
Lo dejo y decido dar vueltas a ver si consigo una gasolinera. Lo logro, y con solo tres carros de cola. Aviso a la gente del trabajo.
Son las 14:30. Debo irme a mi casa lo más pronto posible a bañarme. Termino mis tareas y a las 16:00 salgo corriendo, rezando para que no se vaya la luz y me pueda bañar. Con las subidas y bajadas de escaleras, sumadas a la falta de aire acondicionado, el baño es una necesidad. Se me aguan los ojos otra vez.
Reviso la pizarra de mi puesto (en la que llevamos conteos de cuándo viene y va la luz) y hoy fueron tres cortes y restauraciones: más estable que ayer.
En el camino, veo carros estacionados en la mitad de la calle, con gente que busca señal. Veo también mujeres “caceroleando” en las esquinas, personas desesperadas en supermercados. Nada de esto es normal.
Llego. Veo que mi vecino enchufado (2) está allí. Me tengo que tapar la boca para no caerle a gritos. Me doy cuenta de que la ira y el odio me están ganando. Noto que hay luz y respiro: corro a bañarme, a lavarme el pelo.
Me visto con ropa fresca para no sudar. No sé cuándo se volverá a ir la luz, si tendré la posibilidad de bañarme en el corto plazo. Nuevamente me alegro por mi suerte: desayuné, almorcé, me bañé y voy a cenar. ¿Por qué comienzo a pensar en estas necesidades básicas como en un lujo?
Voy al supermercado con mi hermana a comprar tequeños (3) y refrescos. Mi prima viene a cenar porque no ha tenido luz en los últimos días. Le explico a mi hermana de 14 años lo que está pasando con el sistema eléctrico, con la poca información que tengo. Veo que hay agua embotellada en el supermercado y compro una caja. Gasto 45 dólares en unos tequeños, dos Pepsi, dos mantequillas y una caja de agua. Otra vez, me sorprendo y me asusto.
En mi casa, leo un rato y veo noticias una y otra vez. No me canso de ver noticias. No sé si me genera más ansiedad o me calma, pero debo permanecer informada.
Comienza a titilar la luz. Le aviso a mi novio que en cualquier momento me quedo sin energía eléctrica. A los veinte minutos, se materializan ms miedos.
Logro agarrar dos minutos de señal y le escribo a mi prima para que no venga. Cenamos en la oscuridad. Agradezco que tenemos una cena caliente.
Mi mamá, mi hermana y yo planificamos qué podemos hacer para complicarle la vida al vecino de la misma forma que ellos lo han hecho con todos los venezolanos. “Vamos a dañarle la planta”. “Vamos a dispararle a la planta con balines”. Quedamos en hablar con otros vecinos para cacerolear durante la madrugada y montar una guarimba (4) para que no pueda salir.
La luz vuelve y gritamos de emoción. Corro a cargar mi teléfono, aunque está con el 95 %, por si acaso.
Leo noticias. Lloro por tercera vez. ¡Qué suerte tener luz, así sea intermitente, en mi casa! Acepto que ya no es un derecho sino un lujo.
Frustración. Ansiedad. Depresión. Miedo. Ira. Odio.
Me voy a acostar con estos sentimientos, sumados al agotamiento crónico que nos dejan el temor y la incertidumbre.
Sobrevivimos una jornada más sin luz. Mañana será otro día. Otro día en el que desearé que el farol de la calle esté encendido.
(1) Pastelillo salado en forma de media luna relleno de jamón y queso.
(2) Dícese de una persona que hace negocios con el gobierno o que vive de él, de manera corrupta.
(3) Pastelillo relleno de queso.
(4) Término coloquial para identificar protestas populares en zonas residenciales.
*Graciela Mariño es graudada en Boston University en Ciencias Políticas y Relaciones Internacionales con especialización en América Latina.