Por Agustín Rodríguez Weil:
Sabía que estar en Maiquetía a las 6:00 AM del domingo 10 de marzo, en pleno apagón nacional, iba a ser una experiencia difícil. Por esto, antes de hacerlo para dejar a un familiar que debía tomar un vuelo hacia Panamá, me dirigí a su apartamento para planificar los detalles concienzudamente, luego que por la vía tecnológica se me hiciese imposible comunicarme. El sábado, un día antes, trazamos la ruta: había que buscar a esta persona a una hora puntual en su apartamento y conseguirnos en un punto exacto al frente de su edificio para arrancar al aeropuerto.
La ciudad parecía un amanecer zombi, no había una sola luz en el Este de la capital. La única iluminación provenía del vehículo y el silencio solo era roto por la conversación en el carro con mi cuñado, quien me acompañó solidariamente. Llegamos al apartamento y la persona no bajó a la hora exacta: pese a las previsiones tomadas, el retraso se produjo por una razón sencilla: no es fácil bajar nueve pisos a esa hora.
Manejar sin luz desde Caracas a Maiquetía es una proeza, aunque pese a las precauciones en la carretera, llegamos a tiempo. La primera impresión ante la estructura sin luz y sin vida, fue encontrarnos con unos pocos Guardias Nacionales a las afueras, tan habituales, pero en esta ocasión, más juntos y conectados en un sector, como si estar solo por ahí fuese un tema álgido. Ante esto, y denotando que avanzar un poco más hacia el estacionamiento significaría ingresar a una auténtica Boca del Lobo, solicitamos quedarnos a las puertas del recinto. Al final, los militares accedieron, siempre y cuando fuera por unos minutos. Así lo hicimos saber, ya que no sabíamos que iniciaba un desgaste de horas.
Ya dentro del recinto, la oscuridad se apodera de todo. Hay personas que duermen en el piso, otras que caminan como esperando que el tiempo pase y ciertos Guardias Nacionales que merodean sin rumbo. Solo unos counters tienen luz, y ahí, por supuesto, se congrega la mayoría de personas. En otros, que no tienen iluminación, también se encuentran ciudadanos que esperan que eventualmente los mismos se abran. Y entre estos últimos se encuentra mi aerolínea.
Por supuesto, hay una cola de personas. Están echadas en el piso o de pie, pero chismeando el tema del momento: el apagón. De paso, en el lugar hay buena señal, inaudito en la situación país, y las personas aprovechan para reportarse con sus familiares en el exterior del país. Pasa el tiempo, y en un rato, se prenden ciertas luces en el aeropuerto, pero la explicación llega: no ha llegado la luz, pero se ha puesto en marcha las distintas fases del plan de contingencia. Y fiel a nuestra palabra, cuando amanece, vamos a guardar el carro en el estacionamiento.
Hay fastidio, resignación y cansancio entre los que se encuentran en la incertidumbre: hay personas a los que les han reprogramado los vuelos desde dos días antes y que están ansiosos, otros necesitan irse por trabajo y no faltan los que sencillamente están desesperados por salir de un país en ascuas. Pese a todo, aparecen los encargados del counter de nuestra aerolínea y tratan de responder preguntas de las que no tienen respuestas, organizan otra cola y los involucrados en estas reparan en que nadie se colee, aunque por supuesto, esto levanta sospechas. Dicen que el vuelo está suspendido, pero no cancelado. También dan un número telefónico para poder reprogramar los vuelos, pero unos responden que han llamado y no funcionan, otros argumentan que sencillamente no hay teléfono en el país. Hay los que se retiran sin esperanza de tomar el avión.
La impaciencia crece. Pasan las horas y no hay donde comer, las máquinas de bebidas no funcionan y el hedor de los baños abiertos, que no son todos, traspasa cualquier frontera. De paso, llega más gente y se confunden las filas y las personas con distintos destinos. Un niño nos vela la comida que hemos traído de Caracas, al final se la damos y conversamos con su padre. El niño se va a juntar con su madre en Panamá después de más de año y medio sin verla.
En el counter aseguran que esperan una respuesta para ver si el viaje se da, el INAC dicen otra cosa y los funcionarios militares están esperando, indicando que están en condiciones de hacer su labor. Y es en ese entonces cuando la sociedad civil toma un rol determinante, entre las molestias que crecen y las dudas que les sobrepasan, hablan con los distintos representantes y resuelven una solución: “vamos a organizarnos para que salga el vuelo y pongamos a hablar a personas de las tres organizaciones. Que tomen una decisión”.
La estratagema funciona. Al final, la comunión de los tres sectores concluye que el vuelo saldrá. Eso sí, solo se llevará una maleta junto al equipaje de mano, tal como dice el reglamento normal, sin poder llevar una maleta extra, y todo el proceso será manual. La gente tiene hambre y está cansada, pero esta solución da un nuevo aire. Han pasado al menos cuatro horas.
Pese a que nuestra persona está en los primeros lugares de la fila, tarda al menos una hora más en que se inicie el proceso. Ocurre luego que un funcionario ha pasado con una lista en la mano cotejando los datos de cada persona. En ese momento, mientras espero, pregunto sobre otros vuelos. El de Madrid debe salir en una hora pero aún no hay nadie en el counter, y en ese espacio, aún no hay luz, por lo que el panorama es desolador.
Nuestra persona finalmente termina su correspondiente chequeo y le toca ir a emigración. No es sencilla esta otra cola. Le dicen que es un punto, luego que es en otro y la desinformación campea impunemente. Finalmente parece encontrar su espacio, pero luego, un funcionario parece cambiar las señas, y tras una falsa alarma, hace que muchos se muevan y que se mezclen. Luego, cuando corrige ya muchos han perdido su lugar. Un hombre trata de colearse y es vilipendiado, tiene que regresar a donde estuvo anteriormente. De paso, un ruido rompe con la calma, desatando un temor genérico: una de las fases de luz ha cedido y esto desata alarmas. Los que trabajan en el aeropuerto no se inmutan.
Ahí pasan horas hasta que, a mediodía, tenemos que irnos. Dejamos unas galletas de emergencia a la persona que se va y nos regresamos a Caracas esperando que todo fluya de la mejor forma y que pueda llegar a Panamá sin más sobresaltos. Pagar estacionamiento parece ser otra tarea titánica, pues no hay ni efectivo ni punto de venta ni opciones para la transferencia. Todo queda en un pacto de caballeros: “llévense el número de cuenta y paguen por transferencia cuando puedan”. En Venezuela hasta irse es difícil.
Agustín Rodríguez Weil es periodista venezolano. Ha colaborado con varios medios en su país y se especializa en cubrir el tema deportivo. En 2017 ganó el Premio Libro Fútbol, siendo el único venezolano en obtener el galardón.