Por Gian de Biase*
Desde los tiempos de la antigua Atenas y su liga helénica, la educación ha estado en el corazón de la sociedad occidental. Los atenienses tuvieron en primer lugar a los sofistas como educadores, que antecedieron a los filósofos y grandes maestros que tal vez hoy siguen formando parte de asignaturas tanto escolares como universitarias. Entre ellos, se destacan Sócrates, Platón y Aristóteles.
En Atenas se construirían la Academia de Platón o el Liceo de Aristóteles. Antes de ello, lo común para los atenienses o familias con recursos, era pagar formadores que fueran a sus casas, que fue el negocio del que a duras penas vivió Sócrates, según lo que se ha podido rescatar de su vida y obra. Este legado continuaría por Roma, que se transformaría en el Imperio romano y tomaría autores griegos para establecer sus instituciones políticas y jurídicas.
Más tarde, durante la época de los reinos cristianos, continuarían con la tradición educacional y es en este momento en el que surgen lo que bien podríamos considerar el antecesor de la universidad moderna, aunque mucho más restringido su acceso y con pocas carreras, principalmente teología, medicina y derecho.
Si bien todas estos diversos centros del conocimiento probablemente gozaron de aprobación por parte de los respectivos gobiernos, la clave esencial de su auge, prolongación y evolución fue en definitiva la libertad de pensamiento, debatir con respeto y transmitir el saber, pilares fundamentales que, posteriormente, los famosos renacentistas e ilustrados retomarían para iniciar tal vez la revolución más importante de Occidente (y no me refiero a la carnicería miserable que iniciaron los franceses): la revolución científica.
En la actualidad, cuando todo comentario ofende y hay una hipersensibilidad magnificada que impide tocar cualquier tema científico, es decir, basados con hechos y demostrado empíricamente, sin ser calificado con algún adjetivo vil y tonto (machista, misógino, patriarcal, “blanco”, ultraderechista, cisgénero, heterosexual o “creyente”), la educación pública, previa al totalitarismo marxista, no ha hecho más que crecer.
Los proyectos totalitarios (fascismo, nacionalsocialismo, socialismo y comunismo) tuvieron muy claro que la educación pública podía potencialmente funcionar como cuna propagandística.
En América Central y Sudamérica, la educación pública cobra fuerzas a finales del siglo XIX o incluso ya entrado en siglo XX. Previo a ello, la educación era algo destinado a las familias pudientes que podían pagar por ella. Es gracias a este fenómeno que todos los jóvenes marxistas revolucionarios del siglo pasado asistieron a la universidad y obtuvieron títulos, como Salvador Allende (médico) o Fidel Castro (abogado).
Todos estos personajes (que decían representar al pueblo, pero jamás se toparon con el pueblo, a menos que fuera el servicio personal que tenían en su casa) tenían tiempo para pensar y jugar a la revolución porque nacieron en familias acomodadas. Una vez en el poder, todos ellos cambiarían el sistema educativo para utilizarlo como una herramienta de adoctrinamiento político funcional al sátrapa partido-Estado.
Cuba es un gran ejemplo: la “educación” es obligatoria y gratuita, pero el costo es la libertad del pueblo cubano. Además, no está diseñada para educar sino para obedecer y amar al régimen socialista, mientras se lava cerebros con ideología marxista. Este mismo fenómeno comenzó lenta y sutilmente en el resto de América, donde muchas de las estructuras educacionales se usan para adoctrinar con la lucha de clases: resentimiento, odio y venganza. Para prueba, basta con revisar los libros escolares, que muy a menudo son oficiales, diseñados por burócratas de izquierda, de esos que abundan en la administración pública.
En Chile, es habitual ver a la izquierda exigiendo la gratuidad total de la educación, pero nadie se pregunta por qué no piden el cambio de los contenidos. Quizás sea porque hace 30 años que ingresaron al Ministerio de Educación y continuaron el proyecto de adoctrinamiento de la Unidad Popular.
La expresidente Bachelet avanzó en acabar con la educación privada, proporcionando un duro golpe a los diversos métodos de financiamientos que existían previo a su segundo gobierno socialista.
Las familias son quienes deciden el tipo de educación que reciben sus hijos. La familia es muro de contención contra el totalitarismo estatal que la izquierda busca imponer sobre la población. Es menester realizar reformas educacionales para transformar el sistema en su conjunto, buscando menos participación del Estado y sus burócratas, y donde se involucren más los padres y profesores, que deben, a su vez, ser libres de ideologías perversas y nocivas si realmente quieren ejercer su profesión con honor y buen sueldo.
La realidad, no obstante, es muy diferente: llevamos aproximadamente dos generaciones en Chile que han sido adoctrinadas bajo la prédica del odio marxista, y que el daño, para muchos de ellos, será irreversible. Lo bueno, es que para muchos otros esto puede cambiar, principalmente si se retoma la cultura de Dios, la patria y la familia, lo único que el Estado debería promover.
* Gian de Biase es politólogo.