
Por Agustín Rodríguez Weil
10 de mayo de 2017. El sol era inclemente en una Caracas embravecida y permanente en las calles de Las Mercedes, que protestaba airadamente contra Nicolás Maduro. Por un lado, la gente, pacíficamente, trata de avanzar. Se protege con escudos, y en algunos momentos desesperados, responde con piedras ante las metrallas de la dictadura. La Guardia Nacional ha escogido un rol: defender a la tiranía, y sin ningún remordimiento, se esconde en su uniforme y arremete a los manifestantes con bombas lacrimógenas, perdigones, balas de goma y ¿cómo no iba a ser? Tiros. No solo usaban de forma indiscriminada estos recursos, sino que lo hacían al margen de la ley. Si hacía falta, disparaban al pecho, no al aire, y si la situación apremiaba, se juntaban con grupos irregulares para trabajar en conjunto contra la gente desarmada, cuyo anhelo era caminar más allá de la zona para mostrar su disconformidad.
Estaba en la refriega, cuando escuché un ajetreo. A mi lado, un cadáver. Era una persona de 27 años, estaba gris. Se llamaba Miguel Castillo. Ese día todos hablaron de él en las redes sociales y en los medios de comunicación internacionales (en Venezuela, un país en protesta no era noticia en canales que omitían la realidad para ejercer un periodismo mentiroso).
Había ido a múltiples protestas en las que huido de las balas una y otra vez en la misma jornada, me había ocultado y vuelto al ruedo. De todo, pero nunca había visto a un joven, que pude haber sido yo si hubiese estado a unos metros a la izquierda y unos pasos adelante, caído totalmente, sin respiración, sin vida. Ver a Miguel me heló la sangre. Meses más tarde, bajo la gestión de la Alcaldía El Hatillo, organicé un Torneo de Béisbol (su deporte favorito) en homenaje a ese héroe. Ahí conocí a su familia y entendí su sufrimiento. Su cuarto estaba ahora vacío, y esa promesa que buscaba ser periodista deportivo, pasaba a la historia como mártir. No como relator.
Castillo fue solo uno de más de un centenar de caídos que fallecieron bajo las órdenes del régimen en ese fatídico trimestre de 2017. Todo comenzó cuando el Tribunal Supremo de Justicia de la dictadura tomó los poderes de la Asamblea Nacional, único órgano democrático del país. Ahí empezó la refriega, la lucha, y los momentos de asfalto. La impunidad imperaba. Nunca fueron detenidos o procesados los culpables de los asesinados en las protestas. De hecho, como si fuese una fiesta, Nicolás Maduro aprovechaba, cada vez que trascendía la noticia de un nuevo caído por las redes sociales, para bailar por televisión en cadena nacional. Era un patrón. Por cada mártir, un paso de salsa ante la mirada atenta de cientos de cómplices que reían voluntariamente para quedar de buenas con el tirano. No había ética, no existía deber patrio. Solo sobraban militares y funcionarios apegados a un ruin placer por el poder.
Y ahí no quedaba todo. No solo se veía a Maduro festejando la muerte contra jóvenes y profesionales, sino que, como si no fuese suficiente, la impunidad reinante permitía más despropósitos que desataban una indignación aún peor. Una tanqueta arrolló a tres jóvenes y Wuilly Arteaga, el sujeto que se dedicaba a tocar música durante las protestas, fue arrestado por llevar el instrumento en una refriega criminal y asesina. Las torturas no se hicieron esperar. “Me quitaron mi violín, me quitaron los zapatos y todo lo que tenía, me amarraron las manos con las trenzas de los zapatos y me comenzaron a torturar con el rostro cubierto. Yo solamente tenía en mis manos un violín y un arco. En ningún momento de las protestas he agarrado una bomba molotov o una piedra”, se defendió públicamente. Pero Arteaga contó cosas aún más escalofriantes. Recordó que una mujer detenida sufrió lo peor: “comenzaron a violarla dentro de la tanqueta”. Arteaga estuvo 19 días detenidos, los militares presentes ni siquiera tuvieron una citación.
Pero de las protestas emergió también lo mejor del país. Cientos de manifestaciones de hidalguía, de jóvenes luchando en el asfalto por su futuro, de Arteaga tocando notas de libertad en medio de la protesta, de un valiente que se desnudó frente a un tanque. Esa también era la venezolanidad. El humo del combate se disipaba ante la bondad.
El conflicto inició el 30 de marzo y culminó el 30 de julio, exactamente cuatro meses de protestas que se disiparon con la consolidación de la Asamblea Nacional Constituyente. Las calles se vaciaron, se tradujeron en una gran frustración. El liderazgo político opositor no pareció dar respuestas coherentes, incluso se sumó a un diálogo con los represores para buscar soluciones que se tradujeron en unas elecciones que la sociedad civil, en su mayoría, no acató por considerarlas inútiles y anti éticas.
Dos años más tarde, el panorama no dista mucho. Juan Guaidó, el nuevo líder venezolano que se ha consolidado como un presidente sin gobierno, imprimió optimismo y dio paso a otra ola de protestas en el territorio venezolano. Como si no fuese suficiente, obtuvo logros como el reconocimiento de países de envergadura, la recuperación de Citgo, de la Embajada de Venezuela en Estados Unidos de la OEA, además de fijar una ruta clara: cese de la usurpación, gobierno de transición y elecciones libres. Sin embargo, todo está sobre la cornisa nuevamente luego que el funcionario aceptase –luego que se infiltrase– que había una negociación en marcha en Noruega –uno de los países que no reconoce a Guaidó– enviando a emisarios que no se han destacado por la herramienta del verbo en la negociación política con criminales y hasta a un especialista electoral que inspira el miedo de cambiar el orden de la ruta. En esta circunstancia, el orden de los factores altera al producto. Guaidó asegura que no hubo acuerdo, por su parte Noruega señala que “con el fin de preservar un proceso que puede llevar a resultados, se solicita a las partes que muestren su mayor cautela en sus comentarios y declaraciones con respecto al proceso”, es decir, siguen hablando para llegar al asidero.
Hay temor de que todo amaine, que vuelvan elecciones sin condiciones y sobre el cadáver de inocentes. Sin embargo, queda el aprendizaje de esos meses de 2017. Cometer o no los mismos errores del pasado quedará de parte de Juan Guaidó. Mientras, la ciudadanía continúa padeciendo.
Agustín Rodríguez Weil es periodista venezolano. Ha colaborado con varios medios en su país y se especializa en cubrir el tema deportivo. En 2017 ganó el Premio Libro Fútbol, siendo el único venezolano en obtener el galardón.