Por Diego Arria:
“Nunca más”. Ese fue el voto de una comunidad internacional, horrorizada por el exterminio de seis millones de judíos a mano de los nazis. En julio de 1995, apenas cincuenta años después, se perpetró la masacre de miles de musulmanes en Srebrenica, la mayor desde de la Segunda Guerra Mundial. El Tribunal Penal Internacional para la antigua Yugoslavia lo declaró un “genocidio”.
Van 24 años de este crimen cometido ante la indiferencia del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas. Después de crear una “zona de guerra” para Srebrenica con el fin de defender la ciudad, el Consejo se rehusó a confrontar a las fuerzas Bosnio-Serbias que en cuarenta y ocho horas asesinaron a unos ocho mil hombres. Hombres que supuestamente estaban bajo la protección de la grandiosa “Fuerza de Protección de las Naciones Unidas”.
No fue accidental que Kofi Annan, ex Secretario General de las Naciones Unidas, en el informe que le solicitara la Asamblea General concluyera destacando: “La tragedia de Srebrenica acosará para siempre nuestra historia porque la comunidad internacional no estuvo a la altura de su compromiso de nunca mas”.
Tal crimen nunca debe ser olvidado, pero hay otro elemento que las Naciones Unidas no mencionan: el sobrevalorado Acuerdo Dayton. Al firmarlo, el representante estadounidense Richard Holbrooke dijo: “Con este importante acto, los presidentes Izetbegovic, Milosevic y Tudjman han dado un gran paso hacia la consolidación del progreso de los últimos años, y al hacerlo, han ayudado a Bosnia a dar otro paso haca el cumplimiento de la visión de Dayton: un país democrático, unificado”.
Lamentablemente, tal visión no se cumplió. Aunque terminó la guerra, replicó una especie de apartheid en el medio de Europa. Incluso las escuelas de Sarajevo tiene un acceso diferente para los niños croatas, serbios y musulmanes, lo que hace prácticamente imposible el crecimiento y la prosperidad de una Bosnia-Herzegovina unificada y estable.
Los Estados Unidos, así como los principales países europeos, que durante tres años vivieron negando una realidad de la que estaban bien informados, optaron por impulsar un acuerdo a cualquier precio para detener un proceso bélico que los hizo ver mal a todos. Sin lugar a dudas, los musulmanes pagaron el precio más alto, observando cómo el agresor retuvo el control de la población donde se había cometido el genocidio: Srebrenica. Esto no pasó desapercibido para los musulmanes en el resto del mundo y mi opinión es que fue una parte clave del origen de los actos terroristas en Occidente.
La comunidad internacional no siempre está suficientemente dispuesta a forzar un cambio real frente a ciertos conflictos, como sí lo hizo cuando Irak invadió Kuwait. En algunos casos, cualquier solución a cualquier precio es aceptable siempre que se elimine el conflicto de la agenda. Tal es el caso de Venezuela, donde la comunidad internacional tiene la intención de enfrentar un Estado criminal convertido en una narcodictadura sin utilizar sanciones verdaderamente fuertes que nos permitan rescatar nuestra libertad y nuestros derechos.
En abril de 1995, dirigí la primera misión del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas a un teatro de guerra, Srebrenica, donde declaré a los medios que “allí se estaba cometiendo un genocidio a cámara lenta”, pero el Consejo decidió que estábamos exagerando. Pero en menos de dos años se convirtió en la abominable tragedia que pudo haber sido evitada.
En mi país, otra modalidad de genocidio en cámara lenta viene tomando lugar y, de nuevo, la comunidad internacional parece adoptar el rol de espectador. Venezuela está a punto de convertirse en el próximo.
Diego Arria es una consagrada personalidad venezolana en la política y la diplomacia. Escritor, político y diplomático. Fue presidente del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas y secretario general asistente y consejero del entonces secretario general de las Naciones Unidas, Kofi Annan.