Por Luis Guillermo Vélez Álvarez
Cuando leí hace seis años el celebrado libro de Acemoglu y Robinson ¿Por qué fracasan los países?, la parte consagrada a Colombia me pareció superficial, con algunas imprecisiones y marcada por cierto sesgo ideológico. Me pregunté si algo similar les ocurriría a los lectores de otros países a cuyos procesos de desarrollo hacen referencia los autores.
Llamó también mi atención la afirmación según la cual, en su afán por mantener las instituciones extractivas que las beneficiaban, las élites de algunos países bloquearon la industrialización y la introducción de nuevas tecnologías que podían amenazar su supervivencia.
Se lee que “En Rusia y Austria-Hungría, no fue simplemente el abandono y la mala gestión de las élites y el deslizamiento económico insidioso bajo instituciones extractivas lo que impidió la industrialización, sino que los gobernantes bloquearon activamente cualquier intento de introducir aquellas tecnologías e inversiones básicas en infraestructuras como ferrocarriles que podrían haber actuado de catalizadores”.
Y más adelante, se agrega que “La segunda forma fue que se opuso a la construcción de vías férreas, una de las tecnologías clave que aportaba la revolución industrial. En una ocasión en la que le presentaron un proyecto para construir una vía férrea en el norte, Francisco I contestó: ‘No tendré nada que ver con esto, no vaya a ser que la revolución llegue al país'”.
Estas afirmaciones no cuadraban con lo que había leído en otras partes. En el caso de Rusia, es archiconocida la historia del tren blindado en el que Lenin y sus amigos fueron transportados desde Suiza para liderar la revolución. También es sabido que Trotsky se movió a sus anchas por toda Rusia en un tren armado durante la guerra civil.
Sobre el imperio Austro-Húngaro, recordaba que, en su biografía de Böhm-Bawerk, Schumpeter le atribuía el mérito de haber financiado, como ministro de hacienda, la construcción de ferrocarriles, canales y puertos manteniendo el presupuesto equilibrado.
En su momento, dejé las cosas así, pensando que si los autócratas de rusos y austro-húngaros se habían opuesto al ferrocarril, como afirmaban Acemoglu y Robinson, no habían sido especialmente exitosos en su propósito.
Recientemente encontré, en el también celebrado libro de Angus Deaton, El gran escape, una referencia al texto de Acemoglu y Robinson y esta afirmación que me hace volver sobre el asunto: “De igual manera, Francisco I, emperador de Austria, prohibió los ferrocarriles debido a su potencial de provocar revoluciones y amenazar su poder”.
Los hechos
Francisco José I asciende al trono en 1848 y reina hasta 1916. Es emperador durante la segunda mitad del siglo XIX, período en el cual se produce la gran expansión del ferrocarril en Europa. La primera línea férrea del mundo se inaugura en Inglaterra, en 1830, uniendo las ciudades de Liverpool y Manchester. En 1837 se funda la Kaiser Ferdinands-Norbahn, la primera empresa de locomotoras a vapor de Austria que extiende líneas entre Viena y otras ciudades del Imperio.
En 1846, se inaugura en Hungría la primera línea que une las ciudades de Pest y Vác. Entre 1846 y 1868, se desarrollan multitud de líneas por empresas privadas. En este último año, uno después de la instauración de la monarquía dual, se funda la Magyar Államvasutak –ferrocarriles estatales húngaros–. En 1884, se fundan los Reales Ferrocarriles Estatales de Austria Imperial, resultado de la nacionalización de varias empresas privadas, algunas de capital extranjero. Al finalizar el siglo XIX el Imperio contaba con varios miles de kilómetros de líneas férreas.
Los ferrocarriles rusos que usaron Lenin y Trotsky no los hicieron los bolcheviques. Estaban allí desde hace tiempo y, según el historiador David Landes, fueron construidos por el propio estado zarista.
“Rusia, el estado ayudaba a la banca y a la industria, y también construía, poseía y se ocupaba del funcionamiento de los ferrocarriles, sin darle mayor importancia al comercio y a la topografía. El ejemplo emblemático: la construcción de la primera línea importante, desde Moscú a San Petersburgo. Se le pidió al zar que seleccionara una ruta. Tomó una regla y trazó una línea recta entre ambas ciudades. Pero la punta de un dedo sobresalió, de manera que la línea se construyó con una sección curva”, afirma el autor.
Tampoco parece ser cierto, como afirman Acemoglu y Robinson, que la autocracia zarista haya querido obstaculizar la industrialización. Al menos no es eso lo que sostiene Landes.
“Rusia, la pobre Rusia, fue el epítome del desarrollo impulsado por el estado. (…) El producto industrial ruso aumentó de 5 a 6 por ciento al año entre 1885 y 1900, y de nuevo entre 1909 y 1912. La longitud de vías férreas se duplicó entre 1890 y 1904, y la producción de hierro y acero aumentó diez veces desde 1880 hasta 1900. Entre 1860 y 1914, Rusia pasó del séptimo al quinto lugar entre las mayores potencias industriales del mundo. No es poca cosa, pero es algo ya olvidado hace tiempo, dado que después de las revoluciones de 1917, los voceros comunistas y sus aduladores extranjeros reescribieron las historia para denigrar la reputación del régimen zarista, mientras arrojaban los testimonios favorables al olvido”, sostiene Landes.
Finalmente, por aquello de que una imagen vale más que mil palabras, se muestra el mapa de la red férrea de Europa a principios del siglo XX. Los imperios ruso y austro-húngaro no parecen lo desprovistos líneas férreas que se esperaría después de que unas autocracias reaccionarias obstaculizaron su desarrollo.
Red férrea de Europa a principios del siglo XX
El desliz histórico de Acemoglu y Robinson –acogido por Deaton– no puede interpretarse como una equivocación menor pues de él depende en buena medida toda la teoría del desarrollo presentada en su aclamado libro.
Las naciones progresan cuando se da el círculo virtuoso de instituciones económicas y políticas incluyentes y fracasan cuando coinciden instituciones extractivas en lo económico y en lo político. Cuando se presenta la combinación de instituciones extractivas e incluyentes se da un equilibrio inestable que debe conducir a una ruptura revolucionaria o autoritaria que lleve a la combinación incluyente-incluyente, que conduce al progreso, o a la extractiva-extractiva que conduce al atraso. Sin hechos históricos valederos, esa teoría no pasa de ser una tautología.
Por su parte, Deaton cae en un error cuando sostiene que el aumento de la desigualdad asociado al progreso económico puede ser inducido por la acción de aquellos que habiéndose beneficiado de dicho progreso, los que han conseguido realizar el gran escape, “protegen sus posiciones destruyendo las rutas de escape que quedan detrás de ellos”. Eso no fue así, al menos en el caso del Imperio Austro-húngaro que acríticamente toma de Acemoglu y Robinson para ilustrar su tesis.
Luis Guillermo Vélez Álvarez es economista, docente y consultor.