Por Cristian Vasylenko
Con la excusa de «guardar los dólares para pagar la deuda», en conjugación con los aviesos argumentos «compre argentino» y «gaste en su país» (todos eslóganes instrumentados coercitivamente por la oligarquía política), retoma impulso en Argentina el ya ampliamente promovido «movimiento antiglobalización» —y su contraparte, «vivir con lo nuestro», lo que solo conduce a mayor pobreza y a «vivir con lo puesto»—. A eso aquí se le llama «política industrialista».
Para quienes no están familiarizados con la expresión, he aquí sus implicancias:
(i) encierro de 45 millones de habitantes en un zoológico con muros y alambre de púas electrificado; significa riguroso cierre de las importaciones, con contadas y muy controladas excepciones, estas, a su vez, con carga fiscal de niveles extravagantes;
(ii) sobre los muros, instalación de mangrullos premium, con climatización, poltrona, bar, frigobar y cafetera express, para la cómoda instalación de los cazadores; suministro de poderosas armas largas con mira telescópica y puntero laser, y gran cantidad de municiones; significa el otorgamiento de monopolios, prebendas, contratos, subsidios, etc. —cerrados a la competencia internacional de variedad de oferta, calidad y precio— a industriales «amigos», en realidad prebendarios locales que no arriesgan —por lo tanto, no caben en la definición de «empresarios»—, los que conforman la elite de apoyo de la casta política de turno;
(iii) todo lo anterior se «concede» a condición de compartir con los dueños del zoológico el producto de su depredación, lo que significa que, ante la ausencia de competencia, pueden fijar precios ad libidum en complicidad con y a conveniencia de la casta política de turno —de turno porque es la que en ese periodo se ha adueñado del estado, y no porque en algún momento el estado no sea considerado y manejado por la casta política como de su propiedad— en un círculo de realimentación negativa, dado que el precio económico (no el valor, el concepto «valor» pertenece al planeta del capitalismo) es la base de cálculo para la mayoría de los impuestos más gravosos, la absoluta discrecionalidad en su determinación permite el continuo manejo populista entre los «precios cuidados» y la pretensión recaudatoria del Leviathan.
Volviendo a la contraparte internacionalizada de esta aberrante «política carcelaria», de claras implicancias extorsivas, y para ilustración de los aparentemente «bieintencionados bienpensantes», quienes sin más creen erróneamente que esa actitud descalificatoria «antiglobalización» beneficia a los países pobres, podemos encontrar a organizaciones camufladas que, lejos acabar con la pobreza en el mundo, pretenden perpetuar las prebendas de que disfrutan en sus ricos países de origen. Es el caso de los famosos ataques en Francia contra cadenas de comida rápida de origen estadounidense (tipo McDonald’s), ataques originados en verdad en su preocupación por no perder las ingentes subvenciones de la Unión Europea, sin las cuales la agricultura y ganaderías europeas —especialmente las francesas— no podrían ni competir con las exportaciones de, por ejemplo, países como Argentina. Así, en Tanzania es más barato comprar leche de procedencia holandesa, que la producida por los ganaderos locales, lo que llamativamente no provoca indignación alguna entre los globofóbicos.
El libre comercio entre los países, sin trabas arancelarias que lo desvirtúen, es la mejor fórmula para que los países atrasados ingresen paulatinamente en la senda de la modernidad. Y no se trata de ideología barata de entrecasa: la historia ha demostrado su validez con ejemplos tan palmarios como los llamados dragones y tigres asiáticos (Singapur, Corea del Sur, Malasia, Taiwan), que hace treinta años padecían pobreza generalizada de niveles africanos, y hoy disfrutan de una renta per capita comparable con la de los países más industrializados. ¿Cómo se operó el milagro? No es gracias a subvenciones a fondo perdido ni a la ayuda internacional, fórmulas mágicas preconizadas por los antiglobalizadores para sacar al tercer mundo de la pobreza, lo que por lo general solo sirve para financiar a las oligarquías tiránicas gobernantes, perpetuándolas en el poder, (un premio Nobel de Economía nos enseñó que la ayuda internacional es la mejor forma de transferir recursos desde los pobres de los países ricos, hacia los ricos de los países pobres), sino protegiendo la libertad, la propiedad privada, y el libre mercado, lo que ha convertido a esos países en especialmente atractivos para la inversión extranjera directa (IED), lo que a su vez ha motorizado sus economías, haciéndoles crecer de forma ininterrumpida a tasas anuales superiores a 10 % durante casi 15 años. Es decir, exactamente lo que Argentina necesita con angustiosa urgencia.
Tampoco debe olvidarse que al inicio del ciclo iniciado en 1990, coincidente con la entonces reciente caída del infame “muro de la vergüenza” y con la desaparición de la URSS, la pobreza mundial oscilaba en el terrible 30 %. Treinta años después, y «neoliberalismo», «capitalismo salvaje» y globalización mediante, se ha logrado que ese mismo indicador caiga a menos de 9 %. Lo que seguramente ha de movernos a llevarlo a 0 % —y no con el irresponsable y farandulero «estilo Macri»—.
Señores políticos de turno, los que se van y los que vienen: la estrategia de elección no es la construcción del zoológico descripto, sino la apertura al mundo para el libre comercio internacional —la realidad indica que primero se debe importar para poder exportar—, y así generar las imprescindibles divisas para repagar la explosiva deuda; poder aspirar a frenar la dolorosa contracción de nuestra economía; para luego comenzar a recuperarnos, y liberar de la pobreza especialmente a ese vergonzosamente enorme 50 % de nuestros niños del interior del país que día a día agonizan «gracias» al insensible y cada vez más voraz Leviathan y sus delincuentes corifeos.
Cristian Vasylenko en Finanzas Corporativas; investigador y analista político y económico, y asesor de empresas.