Por Asier Morales
“Una vez refugiado en nosotros, el mal ya no pide que se crea en él”. Enrico Castelli
Una de las características del hombre moderno y civilizado es que le desagrada relacionarse con la temática criminal. Podemos estar expuestos a cualquier cantidad de contenido cinematográfico, narrativo o lúdico vinculado al tema, porque el recurso artístico nos permite participar conservando cierta distancia de lo que vemos, pero en líneas generales nos interesa poco tener contacto con las dinámicas reales de la violencia.
Algo que ilustra lo complejo del problema es que la concepción general que tenemos de los policías también suele estar devaluada. Aunque su rol podría ubicarlos en el lugar del héroe, que protege a los débiles de peligrosos delincuentes, difícilmente los tratamos de ese modo. En primer lugar, porque los funcionarios policiales ocasionalmente se han identificado con su contraparte, los delincuentes, pero también porque la psique occidental ha decidido despreciar el tema delincuencial de tal manera que prefiere darlo prematuramente por resuelto, antes que vincularse con la verdadera complejidad que plantea.
No queremos involucrarnos, no queremos entendernos a nosotros mismos asociados en modo alguno a esa realidad y, por lo tanto, quedamos expuestos a sus peligrosos pormenores.
Los riesgos de la inocencia
Deseamos con fervor ser inocentes, de una manera peculiarmente resaltante en Latinoamérica. No hablo de inocencia en el sentido del estricto apego a las leyes, ámbito en el que tendemos a ser más bien flexibles. Me refiero a la inocencia proveniente de habernos identificado con la virginal y paradisíaca tierra que habitamos.
Frecuentemente nos percibimos como una suerte de contrapeso del europeo o el norteamericano a quienes, si debemos generalizar, consideramos malintencionados y calculadores. Evidentemente nos sentimos inferiores pero, como esa vivencia no resulta particularmente agradable, preferimos definirnos como simples, sin malicia, sencillos, inocentes y, por lo tanto, superiores de alguna forma.
El procedimiento a partir del cual parecemos estar limitados para considerar nuestra propia destructividad estorba a dos aspectos fundamentales de la convivencia:
- No nos hacemos responsables de lo que sucede. Porque quienes deciden son los poderosos, es decir, los demás.
- Tampoco activamos o construimos mecanismos válidos y razonados de auténtica defensa.
Decía que existe en nosotros cierta reticencia a relacionarnos con el tema de la criminalidad pero, cuando lo intentamos, buscamos entender qué lleva a alguien a delinquir. Sin darnos cuenta, usamos nuestros criterios y conceptos para acceder a fenómenos que no encajan en ellos. Creemos que nos ponemos en los zapatos del criminal, que entendemos lo que haría falta para que hiciéramos cosas semejantes y, con todo eso, apenas delatamos nuestra visión de un mundo que tiene poco de comprensible, racional o democrático.
Nos enfrascamos en entender el mal, pero evadimos acciones defensivas. Queremos convencer al delincuente de cambiar su actitud, de la forma en la que invitaríamos a alguien a un viaje: apelando a argumentos racionales, personales, emocionales, económicos o morales. Como buenos civilizados dejamos de lado las vías de hecho: la violencia y la amenaza, el lenguaje propio del mundo criminal.
Nos mantenemos ocupando polarmente nuestro rol, sin comunicarnos realmente con la alteridad radical que representa para la civilización, la delincuencia.
Bordes del pacifismo
En líneas generales y con justicia tenemos una opinión elevada del pacifismo. Pocas ideas nos seducen tanto como la posibilidad de disolver un conflicto originalmente armado y potencialmente cruento por vías dialogadas. Esta inclinación tiene todo el sentido del mundo. El único problema es que nos deja ciegos de un ojo para ocuparnos de las veces en las que la opción pacífica está francamente cerrada. No hay duda de que debemos intentar todas las vías pacíficas que sean posibles antes que cualquier otra, pero algunas inquietudes importantes se mantienen intactas: ¿en qué punto debemos aceptar que los métodos pacíficos no están funcionando? ¿Cuántas veces será necesario “poner la otra mejilla”? ¿No resulta acomodaticio renunciar a toda opción no-pacífica solo porque es lo que conocemos y lo que luce válido?
Gandhi seguramente diría que hay que persistir sistemáticamente en la opción no violenta, Churchill sugeriría algo muy distinto, y ambos tuvieron éxito en sus circunstancias, sosteniendo tesis opuestas. Tal vez no sea demasiado osado decir que existen ocasiones en las que una herramienta es perfectamente útil, pero eso no significa que lo será cada vez.
De peligros y esfuerzos
Los criminales dedican largas horas de esfuerzos a alcanzar sus objetivos que, por concepto, implican el irrespeto al derecho de alguien más.
Hago este señalamiento porque, ocasionalmente, olvidamos que nuestra civilización no está garantizada y tiene fronteras. Un simple ejercicio de comparación nos ayuda a ponderar el tiempo, dinero y esfuerzo de los delincuentes abocados a su trabajo, en contraste con el monto de las mismas variables que nosotros, civilizados y respetuosos de las normas, dedicamos a protegernos de ellos.
Mientras los aspectos más avanzados de la convivencia pacífica se generalizan, luce como si los elementos destructivos dejaran de existir, pero sabemos que no es así. El ciudadano va alejándose cómodamente de la confrontación mental con los aspectos agresivos de la humanidad. Esto tiene bastante sentido, no resulta particularmente agradable pensar en injusticias, violencia, crimen y muerte. Paradójicamente, la vida moderna que suponemos que nos protege, en buena medida nos aleja de las circunstancias que necesitamos revisar para ser capaces de idear y construir formas realistas de protección.
Consideremos, por último, el incremento del peligro que representa el acercamiento entre criminales y políticos, que va reduciendo los canales democráticos del ciudadano para contrarrestar metodologías violentas disfrazadas de ideología o partidismo. Nuestra banalización e ignorancia de la destructividad no solo nos expone, sino que facilita el acercamiento de la política a metodologías delincuenciales. ¿Cuántas mejillas hará falta sacrificar para conseguir un mínimo de conciencia que nos ayude a protegernos realmente?
Asier Morales Rasquin es psicólogo clínico, psicoterapeuta, egresado de la doble diplomatura en Economía de la Escuela Austríaca de la Universidad Monteávila de Caracas e investigador del Centro Juan de Mariana de Venezuela.