Por Eduardo Nakayama
El proceso de desarrollo capitalista en América Latina fue más lento y tuvo distintos caracteres que en Europa, partiendo de la organización política heredada de la Colonia Española y su monopolio mercantil centrado en una economía extractiva controlada por puertos precisos. La actividad productiva era limitada en gran parte del continente y la inmigración, que podría haber acelerado el proceso, se hallaba virtualmente vedada a los no españoles. El recambio de poder de los administradores peninsulares a la oligarquía criolla, salvo algunas excepciones, no se tradujo en una apertura al mundo como ocurrió con los Estados Unidos, antiguas colonias inglesas de América del Norte.
Fue aquella Argentina liberal de fines del siglo XIX la que rompió el molde recibiendo a millones de inmigrantes catapultando al país austral como potencia económica mundial. En Europa, el proceso de industrialización dio paso a un nuevo escenario de lucha, no precisamente de clases en la forma concebida por Marx, sino como consecuencia de las nuevas realidades caracterizadas por vertiginosos cambios que no ofrecían el tiempo necesario para comprender la metamorfosis económica y social que confrontaría principalmente las ideas que promovían la máxima libertad al individuo (liberalismo clásico) contra aquellas que otorgaban mayor poder a la colectividad (socialismo, comunismo) y, por ende, a un gran Estado planificador de la economía.
La disputa entre aquellas ideas contrarias entre sí no implica per se la imposibilidad de su convivencia en una democracia (en distinto grado), ni tampoco la existencia de otras que hayan propuesto soluciones alternativas radicales, como las que proliferaron por la crisis de la Democracia Liberal en la primera mitad del siglo XX bajo sistemas totalitarios como el fascismo, el nazismo y el comunismo, coincidentes en el colectivismo implícito y contrarios al liberalismo por la restricción de la libertad y la anulación del individualismo que proponen, la mutilación del Estado de derecho (la razón), piedra angular del Estado liberal, sometida por el autoritarismo por el que pretenden imponerse (la fuerza).
Durante el auge de las dictaduras militares en América Latina, las potencias aprovecharon la debilidad institucional para propiciar la creación de tiranías que ostentaron el poder gracias al apoyo de élites políticas que acumularon privilegios o riqueza originada en la corrupción, actividades ilegales o narcotráfico. El liberalismo político quedó fuera de escena, ya que la discusión se centró principalmente entre un conservadurismo militarista y filofascista que luchaba por mantener el poder con el uso de la fuerza o sostenida por ella, contra fuerzas opositoras incluyendo movimientos filocomunistas o socialistas, también de corte militar, que procuraban alzarse con el poder predicando las ideas revolucionarias que desde La Habana a Santiago y de México a Buenos Aires ganaban diariamente los corazones de cientos de miles de jóvenes.
En su buena fe, muchos de estos militantes desconocían que la propuesta podía ser igual de enemiga de la libertad, como ocurrió con el régimen castrista en Cuba. La polarización dificultaba enormemente la proliferación del liberalismo, que desde el punto de vista económico implicaba la preeminencia del capitalismo que despertaba el rechazo de los socialistas y al mismo tiempo de los conservadores, que desde el punto de vista político veían como amenaza fomentar ideas de libertad (de expresión, de reunión, de prensa, etc.) prefiriendo controlarlo todo, mientras que en lo económico se limitaron a fomentar la proliferación de una suerte de capitalismo corporativista en sintonía con los círculos de poder, sin intenciones reales de liberar el mercado para crear verdadera competencia.
Pero más allá de las discusiones caracterizadas por el romanticismo propio que estas ideas despertaban en las sociedades, influenciadas por la contracultura de los 60, el problema para las generaciones actuales es que han conocido poco de aquel mundo dividido por la Guerra Fría y están condenadas a navegar en medio de un mar de información que ofrece sus ventajas, pero que también pueden dificultar la comprensión de los procesos históricos, políticos, sociales y económicos que moldearon el mundo que conocemos. Los desafíos de combatir la pobreza y avanzar hacia el desarrollo encuentra a quienes insisten en el camino del socialismo, a quienes buscan conservar el statu quo y a quienes creemos que el mejor camino para realizar estas conquistas es el liberalismo.
La última década del siglo XX y las primeras dos décadas del siglo XXI se caracterizaron por una disminución en la tensión producida por la bipolaridad del mundo durante la Guerra Fría (1945-1989) y un reimpulso extraordinario del crecimiento de la economía a nivel global, principalmente por las políticas de libre mercado adoptadas a inicios de los 80 por la República Popular China, incluso antes que la Unión Soviética deje atrás su viejo sistema comunista de bonos de alimentos, todavía vigentes en Cuba o implementados recientemente en Venezuela.
La libertad económica es esencial porque solo con ella se crea y distribuye riqueza real, mientras que con el socialismo, a través de una economía centralizada en las acciones del gobierno, solo se plantean mecanismos para distribuir la riqueza existente a partir de medidas extremas como la confiscación, la expropiación o aquellas más proliferadas y aceptadas, incluso por los conservadores, como la aplicación de nuevos tributos, emisión descontrolada de divisas, deuda pública (bonos, deuda externa o interna) o consumo de capital, todos tendientes a financiar presupuestos cada vez más abultados, asignados irresponsablemente al Estado y cuya carga la pagarán los contribuyentes.
Pero además de la corrupción que capea la región, el desequilibrio que producen presupuestos deficitarios (cuando se gasta más de lo que se recauda) tiende naturalmente a aumentar el déficit año tras año, conduciendo al Estado a procurar mayores recursos fiscales alzándose con la riqueza acumulada de su fuerza productiva hasta el estrangulamiento de la misma, con la conclusión económicamente lógica del socialismo completo que deriva en estanflación, el estancamiento económico o el colapso, como llegó a ocurrir con la antigua Unión Soviética, la China maoísta o en la actualidad con países como Cuba o Venezuela.
El Estado, utilizado frecuentemente como botín y caja para el pago de clientela política, tiende naturalmente a crecer y aumentar, razón por la cual es fundamental que se acuerden parámetros máximos de gasto público que sirvan de límite razonable para evitar comprometer el crecimiento económico del país y la generación de nueva riqueza que permita realizar los planes de desarrollo. Siguiendo la experiencia de países que obtuvieron éxito en sus proyecciones de crecimiento, América Latina debería limitar su gasto público a un 25 % del PIB como tope.
El liberalismo moderno también tiene por misión velar la calidad del gasto y el combate a la corrupción, pues de nada servirá a un país mantener equilibrado su presupuesto si el gasto público no se destina efectivamente a mejorar las condiciones de salud o educación de la población y acaba en los bolsillos de los políticos, creando una nueva casta privilegiada que a costa del pueblo goza de una bonanza económica que no se debe a su trabajo o creatividad, sino a las prerrogativas artificiales que genera el cargo.
Eduardo Nakayama es abogado, egresado de la Universidad Nacional de Asunción, con posgrado en dirección estratégica de la Universidad de Belgrano en Buenos Aires, máster en historia por la Universidad de Passo Fundo (RS, Brasil). Fundador y expresidente de la Asociación Cultural Mandu’arã, exdirector de la Academia Liberal de Historia y miembro de la Academia Paraguaya de la Historia (APH).