Por Julio Ariza
Un artista no tiene que ser un santo, ni siquiera tiene que ser más ejemplar que un vulgar oficinista, pero tiene, eso sí, que tener talento y demostrarlo. Caravaggio, que inventó la pintura moderna, hizo del claroscuro un recurso para descubrir el alma, por tenebrosa que fuera. Inventó el rostro más humano de los Santos, su corazón más atormentado. Caravaggio era además un pendenciero. De resultas de una de sus broncas tuvo que salir huyendo de Roma con una orden de detención a sus espaldas. Perseguido por la justicia y por el Vaticano, se refugió en Nápoles, Malta, Sicilia. Era iracundo, mujeriego, bebedor. Frecuentaba los bajos fondos y pagaba las consecuencias de las malas compañías. Tenía un talento portentoso para contar historias y alumbrar la psicología de los personajes. Pintaba como nadie. Volvió a Nápoles y murió en Roma perdonado por todos. Es evidente que no era un hombre ejemplar y, sin embargo, los Colonna de Nápoles le dieron protección para que siguiera pintando. ¿Deberían haber prohibido a Caravaggio que siguiera pintando? ¿Debería él, avergonzado de alguno de sus actos, haber abandonado la pintura? ¿Hay alguien en su sano juicio que censure sus obras, pida su destrucción o pretenda prohibirnos su contemplación? Quizás los talibanes.
Roman Polanski ha dirigido una espléndida película sobre el caso Dreyfus, que no es solo un suceso histórico, que lo es, sino también, quizás, el pan nuestro de cada día, también en nuestros alabados Estados democráticos y de derecho. La película se llama El oficial y el espía y está a la altura de algunas de sus grandes obras, como Chinatown, El Pianista o Tess. Polanski es un memorable director de cine (además de un inteligente guionista y un buen actor). Es además un hombre perseguido por la justicia y al parecer con deplorables comportamientos en materia sexual. Qui le Sait. ¿Debemos por eso dejar de ver su cine, quemar sus películas, impedirle que vuelva a dirigir nunca más? Es fácil unirse a un linchamiento comunal y público, echando la bofa, exorcizando la ira que llevamos dentro, la frustración, la sed de venganza contra el chivo expiatorio de turno. Con ocasión de los prestigiosos premios César de París, un marea de histerofeministas ha iniciado una campaña no solo contra él sino también contra su película, que es espléndida. Y la presidenta del jurado del festival de Venecia (amante, se supone, del séptimo arte) se negó a asistir a la proyección oficial sobre la base de no querer diferenciar al hombre de la obra.
El otro caso es el de Plácido Domingo. A las acusaciones de difusos abusos, ninguno de ellos probado judicialmente, se unió el intento de extorsión de un sindicato del cine que, al parecer, le pedía al tenor medio millón de dólares por su silencio. Plácido lo negó todo y todos los que le queremos le apoyamos. Ahora ha sacado una difusa y triste nota de medio reconocimiento indeterminado de no se sabe qué hechos. Nadie puede juzgar a Plácido por esa nota. Pero, pongámonos en lo peor. En el peor de los casos, ¿debe Plácido dejar de actuar y de cantar? ¿Pueden los teatros de ópera del mundo cancelar sus giras y condenar al mejor tenor del mundo al ostracismo? ¿Debe él mismo dejar de cantar?
Hay un talibanismo que hace volar los budas gigantes en el Oriente Medio, hay un talibanismo que quiere cerrar los cines y hay un talibanismo que nos quiere apagar el tocadiscos.
Vivimos en una sociedad de hipócritas, de fariseos, de linchadores morales que, sin embargo, hacen aguas por todos lados. Una sociedad en la que el comunal ejerce de un aparente puritanismo que, sin embargo, impulsa aberraciones sexuales como abarrotar a un menor de hormonas para iniciar su transición hacia un sexo que no es el suyo, en un proceso imposible e irreversible que condicionará el resto de su vida. Los mismos justicieros que piden que Plácido deje de cantar o que quieren censurar a Polanski, aplauden entusiastas cada vez que un anormal intenta adoctrinar a los menores de cualquier colegio en prácticas sexuales aberrantes.
¿Es que acaso no ha habido jóvenes y hermosas mujeres que se hayan querido aprovechar de hombres triunfadores, maduros poderosos o viejos multimillonarios cuyo éxito les hizo perder el oremus hasta llegar a creer, tontos de ellos, que seguían siendo tipos físicamente atractivos pese a todo? Hay legión de sucesos e historias que todos conocemos. ¿Cuántos y cuántas de los que hoy lapidan a Plácido Domingo pueden tirar la primera piedra, en un sentido o en otro? (la furibunda lideresa del Mee Too resultó ser denunciada por un joven que afirmó haber sido violado por ella). Parece que el peor Calvino está de vuelta, pero lo moral estuvo siempre al lado de Castellio.
Yo quiero que me dejen mirar libremente un Caravaggio, quiero ir al cine a ver El oficial y el espía y quiero poder escuchar a Plácido Domingo cantando como nadie Tosca en el Teatro Real de Madrid.
Julio Ariza es abogado, exdiputado español, comunicador y presidente del Grupo Intereconomía.
Este artículo fue publicado originalmente en Rebelión en la Granja.