Por Miguel Lagos
Los aliados mundiales de la dictadura chavista-madurista buscan darle oxígeno nuevamente. Asegurar temerariamente, en todo caso, una “negociación” que resulte en su impunidad total a cambio de soltar el poder político. ¿La ciudadanía aceptará que nunca sean finalmente procesados por sus crímenes?
Los llamados a que los venezolanos acepten este proceso en el que la dictadura se viste de demócrata realizando un proceso electoral son planteados o por la ingenuidad política o por una agenda política encubierta ataviada de “opositora”. Mientras desde afuera Rusia, China, Irán y Cuba respaldan y aguardan a que se muerda el anzuelo.
Y es que los famosos “diálogos” y las “negociaciones” ya sirvieron antes, varias veces, para alargar la vigencia del régimen, sobre todo cuando estaba en serios aprietos.
A esa dinámica torpe se prestaron algunos grupos “opositores” de la vieja partidocracia. De fondo persiste el afán de hacer un control de daños sobre la catástrofe generada por el socialismo, ideología a la que estos actores internos —también socialistas— adscriben políticamente. Hoy grandes sectores entre la gente se resisten a repetir la imprudencia dialogante —teniendo a los dictadores en el poder— que viene ahora con mayor presión de otros actores externos.
Mientras España parece obrar sin saber ya qué más hacer para que el desastre venezolano no sea un estigma para la izquierda mundial, México decidió con López Obrador convertirse en el padrino de Maduro. Mientras Argentina, en manos otra vez del kirchnerismo, se ha tornado en una suerte de garante del régimen, Perú pugna para que Luis Almagro no sea reelecto en la ONU y poder así retirar el “tema venezolano” como problema principal en la región.
Estas ambigüedades, apoyos y complicidades directas o indirectas pueden taponear las válvulas de escape que han ido abriéndose gracias a la sincronización de los factores internos y externos prodemocráticos que pugnan por liberar a Venezuela. El aislamiento y las sanciones han sido claves más no las posturas “diálogantes” e infructuosas —como en Oslo— con la narcodictadura.
La idea de fondo que pretenden sus aliados está en lograr que sea Maduro el que dirija cualquier “transición”. Que sea él el que convoque a elecciones mientras mantiene el poder en sus manos junto a la cúpula militar y la civil boliburguesía política [guardando las distancias y la amenaza que representa, es como si se hubiese permitido a la dupla Fujimori-Montesinos llevar a cabo impunemente las elecciones del 2001 en Perú]. Un movimiento insultante que socava la posibilidad de una ruptura contundente con el pasado y la fuente del descalabro. Además, por supuesto, de la impunidad total que podrían alcanzar los operadores del chavismo tras años de agresiones a las libertades y los derechos humanos.
Bloquear que estos operadores políticos delincuenciales sean procesados en las cortes penales internacionales, solo dejará el incentivo perverso a que este tipo de proyectos de poder inescrupulosos se repitan en el futuro con impunidad garantizada.
Quienes repelen con razón esta vía no lo hacen por supuesto con un verdadero y prudente proceso de transición. Esto luego de la previa y necesaria expectoración del dictador engrampado en el trono. Recuperando el control del ente electoral —y desmontando el manipulable voto electrónico— se garantizaría, ahí sí, un proceso eleccionario con supervisión estricta internacional para que la ciudadanía elija en libertad a sus nuevos y legítimos gobernantes. Ya sin fraudes, ya sin pillerías.
En la crucial coyuntura, una operante política opositora de resultados impone pues una línea práctica y categórica: [i] una ruptura contundente con la situación de poder y de conflicto controlada por el “Gobierno” de facto, apoyándose en la amenaza real de una intervención por parte de fuerzas de seguridad internacionales; [ii] una transición de elecciones limpias y abiertas en pro de nuevos liderazgos decisores; y [iii] otra nueva ruptura —a profundidad— con las estructuras políticas y económicas, incluyendo el socialismo, montadas durante dos décadas por el chavismo. Un proceso de tres tiempos [ruptura-transición-ruptura], no exento de grandes dificultades por cierto, pero en ruta al lanzamiento de un renovado sistema de libertades, instituciones y crecimiento.
Hay que repetirlo: el chavismo no es solo un simple o tradicional régimen despótico de índole estrictamente político. Es un proyecto conectado con oscuras redes criminales de dimensión transnacional [esto ha sido documentado durante años por múltiples organizaciones, agencias de seguridad, cortes y gobiernos del mundo]. Como bien han advertido diversos analistas mundiales, no se trata pues de un tradicional conflicto político, sino de un conflicto criminal.
En Venezuela se montó un proyecto de poder de largo alcance que no solo se fortaleció sobre la base de un “proceso revolucionario” e ideológico, sino que además, en ese andar, llegó a establecer colaboraciones tácticas y reales alianzas estratégicas tanto con el narcotráfico como con el terrorismo internacional. He ahí la letalidad de este poder.
Miguel Lagos es analista político y columnista, focalizado en temas de riesgo y conflictos políticos, radicalización y extremismo político violento.